viernes, 8 de junio de 2007

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La religión como inocencia

RESUMEN: Este ensayo intenta aclarar en qué sentido, exactamente, define Levinas la religión como transcendencia. Estudia, sobre todo, cómo es posible que en la obra de Levinas no se caracterice al término de la relación religioso con las palabras «Dios» o «lo Sagrado», como hace habitualmente la fenomenología de la religión, sino como «el Otro Hombre». También analiza el peculiar cambio significativo que sufren aquí otros conceptos religiosos, sobre todo: milagro, inspiración, revelación. El material más importante para este artículo está tomado de las lecturas talmúdicas.

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jueves, 7 de junio de 2007

El desafío de Lévinas

1. Sigue siendo verdadero el dictum de Bergson: un pensador original enuncia, en realidad, tan sólo una cosa, una verdad, una perspectiva. La originalidad y el interés de ese pensamiento -que será siempre de alguna manera verdadero, si realmente ha constituido el corazón vivo de una existencia humana- se miden por la alteración que introducen en la masa de aquellas ideas y aquellas creencias que son el lector, el oyente.
La Francia de postguerra ofrece el más atractivo paisaje filosófico a lo largo y ancho del mundo. Y una porción muy grande de tales riquezas se debe a la original asimilación de la fenomenología, en un suelo preparado por la actividad de Maurice Blondel, Henri Bergson y Léon Brunschvicg. Lévinas fue el mediador esencial de esta reinterpretación francesa de Husserl, Scheler y Heidegger; y durante muchos años no fue Lévinas sino eso en el mundo de la filosofía.

En 1961, la situación se alteró repentinamente, cuando apareció, como octavo volumen de la serie Phaenomenologica, la primera obra [22] maestra del director de la Escuela Normal Israelita Oriental, que vivía, a sus cincuenta y cinco años, al margen de la enseñanza universitaria parisina.
No puede decirse que ese libro, Totalité et Infini. Essai sur l'Extériorité, contenga ya a todo Lévinas; ni siquiera cabe afirmar que presente de manera perfecta el pensamiento que está en la raíz de la perspectiva, profundamente nueva y tradicional al tiempo, que es ahora, ya muerto, Lévinas. Pero sí es cierto que las otras dos obras filosóficas mayores, Autrement qu'être ou Au-delà de l'essence (1974) y De Dieu qui vient à l'idée (1982) -provenientes de la reunión de estudios concebidos, con frecuencia, independientemente-, sobre todo precisan y expanden los núcleos de fuerza del primer libro -el cual, a su vez, es mucho más claro que los breves textos que lo habían precedido, en una cadencia muy tranquila-. Y en cuanto a las lecciones de exégesis talmúdica, que constituyen la otra mitad de la obra de Lévinas, el filósofo vuelve a encontrar en ellas la misma labor de precisión y expansión, de aplicación, en ocasiones, de las cuestiones clave de Totalidad e Infinito. Lo que hallará de más nuevo es la evidencia de la conexión vital de la filosofía de Lévinas con la tradición rabínica de sus antepasados lituanos, los mitnagdim, terribles adversarios de la propagación, tan rápida y victoriosa fuera de Lituania, del movimiento jasídico, en las últimas décadas del XVIII y las primeras del XIX. Y, sin embargo, Lévinas ha regresado a esta raíz sobre todo inducido por Franz Rosenzweig, el pensador de origen hegeliano que resolvió no integrarse en la Academia alemana, sino revitalizar una tradición que apenas le había llegado a él viva.
Ése es el primer aspecto admirable de Lévinas: el espectáculo de coherencia, de una cierta plenitud de sentido personal unificado, que apenas parece cosa de nuestra época. Y esto, en un testigo demasiado próximo a la Shoá del judaísmo europeo.
El segundo aspecto notabilísimo de este hombre y de su obra es la radicalidad de su desafío a la manera griega de pensar, que va de la mano, sin embargo, de la decisión de hacer hablar en griego a los viejos textos judíos, ya tantas veces inexpresivos, no leídos de veras.
Esta radicalidad es el umbral de Totalidad e Infinito. Al mismo tiempo, es la mejor expresión del núcleo nuevo de la perspectiva aportada por Lévinas a nuestro tiempo.
2. La forma griega del pensamiento está iluminada por la revelación del ser o la verdad del ser, esto es: por la patencia de aquello a cuya [23] luz se manifiesta la totalidad de las cosas, de los entes que realmente son. De lo que se trata es de vivir a esa luz, que disipa las sombras de la existencia enredada en la participación mítica del hombre en la divinidad. La theôría, la visión clara y, por principio, pública de la naturaleza de cada ente, es reconocida como la forma suprema de la vida humana. Y, en la medida en que la filosofía va adquiriendo conciencia de que la Physis por ella revelada requiere una sustancia separada, inductora de todos los cambios pero no sometida a ninguno, tanto más va acrecentándose la confianza en que la excelencia del ser del hombre se realiza sólo en la contemplación de la verdad sobre lo real (theología), puesto que nadie podrá pretender que la relación que nos cabe establecer con esa sustancia supremamente divina (por inmortal y desprovista de afecciones y pasiones) es de alguna manera práctica o poyética, además de ser, por cierto, teorética.
El ser predelinea el contorno de toda posibilidad y de toda verdad. El discurso capaz de intercambio en el ámbito abierto y general del Estado es la única enunciación de la realidad de la Naturaleza tal como ella es en sí misma. Y la entidad de la Naturaleza es la ley inflexible, acatada universalmente, pero, en el caso único del animal que posee de suyo el discurso, susceptible, además, de ser reconocida como tal.
Hay, pues, la divina Totalidad de lo real, regulada por la Justicia que habita junto al dios más alto -el cual quiere y no quiere recibir el nombre tradicional de Zeus-. Cuanto existe no es más que un fragmento en este todo sagrado; si bien cabe distinguir esferas, órdenes jerarquizados de la realidad, y, en su interior, seres que existen con más o menos independencia (y el máximo de independencia equivale al máximo de obediencia a la Ley mediada por el conocimiento, por el discurso).
3. Lévinas ha aprendido en Heidegger a mirar directamente al centro vital de la concepción griega o filosófica del mundo. Éste es la peculiar visión de la verdad de lo real que acabamos de revisar brevemente -no necesitamos describir con gran detalle aquello que ya nos es tan familiar que apenas si podemos representarnos que no sea obvio, evidentísimo, para todos y en todas las circunstancias históricas imaginables-. La mirada de Lévinas, cargada de sabidurías que no han nacido en Grecia, diagnostica, en la página inicial del prefacio de Totalidad e Infinito, que esa aprehensión inicial de la verdad y del ser que Grecia introdujo es, sencillamente, «que el ser se revela como guerra»; que la guerra es aquí «la patencia misma -o la verdad- de lo real». Pues, en efecto, nada es real si no es capaz de desgarrar las [24] ilusiones, los sueños, las imágenes y los discursos provisionales de los hombres. Reconocemos la realidad, según decimos, en toda su crudeza, justamente allí donde lo terrible arrasa nuestras esperanzas. Pero el nombre propio de lo terrible es la guerra, porque la virtud oscura de la guerra es suspender la más fuerte de las plazas fuertes del hombre: la moral.
Cuando el pensar griego, cruzado ya largos siglos con la experiencia cristiana de la historia, alcanza el estadio de espléndida madurez que es la filosofía clásica alemana, Kant llega a prescindir por entero de la divinidad de la Naturaleza (o sea de la propia posibilidad de construir una teología física o natural); pero aún conserva un papel ontológico esencial a la Necesidad, sólo que únicamente a la necesidad práctica, reflejada en el sentir del hombre como respeto a la santidad de la ley moral. Lo que la inteligencia reconoce como teoréticamente necesario no es, en última instancia, sino la propia constitución de la razón finita (la esencia del Yo, como explica Fichte); pero esto quiere ya decir que la necesidad teorética (la necesidad de la ciencia) no debe seguir siendo interpretada como un signo de la naturaleza de Dios. El entendimiento finito no está autorizado a conocerse como intellectus ectypus, o sea como participación -y, por ello, signo- del intellectus archetypus de Dios, el Conocedor perfecto, el Ingeniero universal.
Sólo la necesidad práctica es santa, afirma Kant. Sólo la idea no autocontradictoria de una voluntad absolutamente obediente a la ley moral y en la que no haya pugna entre el deber y la inclinación egoísta como fundamentos de determinación del querer, es la idea del Santo, del tres veces santo; porque sólo ese ser racional y libre ha excluido a limine dar entrada en el ámbito de sus motivaciones al egoísmo. En cambio, nuestra humana conciencia de constricción del apetito egoísta bajo la ley moral significa que ya siempre somos nosotros de condición bien opuesta al Santo: libremente nos hemos dejado llevar de la propensión al mal, y ya antes de toda culpa que podamos recordar somos responsables -y culpables- de esta constante posibilidad de adoptar una máxima general para nuestra acción determinados por el egoísmo (de hecho, la situación es tan grave que no sabemos conocer jamás qué motivación nos impulsa, por más convencidos que creamos estar en ocasiones de obrar lo justo puramente por respeto al deber).
Lévinas piensa que la guerra, que asistió al nacimiento del epos homérico -en el que el mito empieza a morir de teoría-, ha revelado cada vez más plenamente su rostro verdadero. La Shoá quizá sea la [25] manifestación definitiva de este monstruo. Y esta manifestación dice que la guerra es la suspensión de la necesidad del imperativo moral, que Kant creyó categórico. Mejor dicho: la guerra, experiencia fundacional, pero también permanente consecuencia -como la técnica, su hermana- del pensar griego, no permite el pensamiento auténtico de la moral, como no permite el pensamiento de la paz verdadera. La moral, en el ámbito de la experiencia griega de la verdad, aun depurada en la sistemática ya casi no griega de Kant, es aún concebida en tal forma que, esencialmente, por principio, puede ser suspendida por algo. Evidentemente, sólo por aquello único, la Realidad, la Totalidad, que aun es más fuerte que la libertad ilustrada del hombre. Si la moral kantiana expresa el punto más alto al que puede llegar el pensamiento del Bien en suelo griego, entonces todavía es algo sometido a una legalidad más poderosa: al Poder mismo, a la Guerra, a la Verdad del ser que no tiene piedad de ningún fragmento, de ningún hombre que intente atrincherarse en su ilusoria individualidad. Donde no caben sino partes del Todo, no hay individuo absoluto y no hay, por ello mismo, abrigo definitivamente seguro contra la Guerra. No hay la Paz, no hay el Bien; hay, aún, el Ser.
4. ¿Qué puede significar, en tal caso, lucidez? ¿Cuál es el ideal de la filosofía, en el interior de semejante régimen ontológico? Pues la filosofía se define por su ideal, no por la imitación de algún modelo preexistente. La filosofía es el afán de la experiencia de lo que aun se ignora: trasladarse hasta el final de la verdad, no dejarse engañar por nada, vivir sólo de verdades. Parece que Grecia contribuye al patrimonio de la cultura humana también donándole la posibilidad del escepticismo, de la crítica sin piedad de cualquier tesis conquistada, del despego de todos los apegos a lo tradicional. ¿No es el punto de vista escéptico el contrapeso de la experiencia de la realidad como guerra, más bien que su necesario complemento?
Lévinas ha reconocido que, en gran medida, así es; que hay, en efecto, rasgos de la experiencia humana que son suficientemente generales como para traspasar -o exigir de suyo esta trascendencia- las fronteras de un mundo cultural en su peculiaridad, ya sea éste Grecia, ya sea Israel.
Así sucede en este caso. El hombre ansía encontrar lo Nuevo, lo Otro de sí mismo. Reconoce, aunque sea oscuramente, que la permanencia inactiva en la situación actual -sea ésta cual sea- es antes un riesgo mortal que un descanso o la paz. La vida es pregunta y búsqueda, y realmente, como el Sabio griego dijo en la ocasión más solemne, [26] no es vivible una vida sin examen de sí misma. El movimiento implicado en esta actitud esencial es una marcha, un esbozo de Pascua, una retirada -quizá, una evasión del Ser, una fuga de Egipto, donde, sin embargo, se tiene asegurado el pan-. El hombre se despega, lúcido, escéptico, exigente, para emprender viaje a algo que lo solicita. Una cierta experiencia del mal presente suscita o reaviva la impaciencia por el bien.
5. Entre Sócrates y Platón, dentro de la esfera misma del corpus literario platónico, se marca la diferencia que delimita sutilmente dos actitudes que planteamientos menos finos tenderán a hacer opuestas. Platón concibe la llamada del Bien como sugerencia evocativa del Ser patrio al que se pertenece ya siempre y del que la ignorancia y la pereza cotidianas (condensadas en el símbolo órfico del sôma) nos mantienen dolorosamente apartados. El deseo del Bien es, más bien, necesidad del Ser, y, por lo mismo, la crítica de lo que hay no es escéptica, sino que es la antesala de la metafísica: de la conciencia explícita de que el hombre posee una tenacísima vinculación, en el centro del yo racional y libre, con el Ser que luce al exterior de la cueva. Cuando pensamos -ingenuos prisioneros que acaban de soltar la cadena y empiezan a explorar el antro al que están atados por la costumbre- que vamos hacia la sabiduría y hacia la muerte como hacia lo nuevo y lo otro, aún estamos en el principio del lejano reconocimiento de que, en verdad, marchamos hacia lo más antiguo, regresamos a la antevida como forma auténtica de la ultratumba. Morir es desnacer, en efecto, y, así, despertar por fin del sueño lleno de enredos de la vida.
Sócrates, en cambio, sólo sabía que él, único entre los atenienses y quizá entre todos los griegos de su tiempo, ignoraba qué es realmente la muerte, o sea la meta del viaje hacia la Experiencia, hacia la Sabiduría, hacia el Bien. El sabio escéptico -en una acepción más comprensiva e interesante del término que la que tuvo en la escuela escéptica helenística- no puede darle su nombre verdadero al imán que polariza su existencia. Ve el sentido, pero eso mismo le hace callar sobre la naturaleza de la luz que ha incitado todo el trabajo. Es verdad que sólo acierta a representársela en conceptos que siguen atados a la forma religiosa y política nacional; pero insiste heroicamente en el silencio, la pobreza, la pregunta que no se deja detener por ninguna respuesta.
Sócrates y su escepticismo son el vínculo de Lévinas con Grecia, reconocido de más cerca en la crítica ética de Kant a la metafísica (Hegel, el Platón del Sócrates Kant, es el gigante en cuya destrucción [27] trabajaron ya otros maestros que preceden a Lévinas: Kierkegaard, Nietzsche, Rosenzweig). Lévinas quiere respetar la integridad del movimiento filosófico hacia el ideal: la superación del mundo de la Opinión, dentro del cual el hombre sólo puede ser esclavo de las fuerzas intracósmicas e intrahistóricas y tradicionales, que la Opinión representa como dioses en cuya potencia inexorable participa a la fuerza cada miembro de la sociedad de los hombres. Lo Sagrado -es preciso recordar que Lévinas restringe polémicamente su sentido en esta forma, para retar del modo más provocativo posible a los filósofos de la religión que trabajan en las huellas de Rudolf Otto con excesiva ingenuidad- es reducido a su verdadero límite por la filosofía de los griegos, y esta acción de determinación es, realmente, una conquista para siempre.
Lo que decisivamente importa es, todavía, desprender a la filosofía de sus raíces inconscientes en lo Sagrado antiguo, que se corresponden tan efectivamente con lo Malo contemporáneo. Y esto, traducido al lenguaje de trabajo de los filósofos, significa: criticar la metafísica -Lévinas ha solido preferir llamarla Ontología, sin duda para recordar que Heidegger ha de ser incluido en este objeto de la crítica-. Criticar la metafísica, incluso en lo que ha dejado en la obra heideggeriana, quiere decir, a su vez, sobre todo, deshacer la ilusión consistente en repetir de continuo que la muerte, la meta del viaje del hombre vigilante, y este viaje mismo, por tanto, están ya siempre dominados por el Poder del Ser, son destino en manos del Impersonal y de los Dioses de la época. Es criticar que lo Nuevo sea ya siempre lo Mismo.
6. En apariencia, orientar toda la filosofía, incluida la especificación de su método propio, por el ideal de no empezar reconociendo carta de ciudadanía en ella a ningún conocimiento que admita género alguno de duda concebible, es el mejor programa para impulsar la autonomía efectiva de la razón en medio de la historia. Se diría que únicamente siguiendo semejante programa austerísimo es posible llegar a hacer explícita la vocación de libertad que ya en sí contiene la razón, incluso en su estado de limitación tal como la conocemos en la humanidad. Edmund Husserl había mejorado, además, el programa cartesiano de «filosofía primera» al haberlo desprendido incluso del prejuicio de que la evidencia que ofrece la matemática es precisamente la clase de evidencia que hay que exigirle a todas las proposiciones verdaderas. La fenomenología, en cambio, adapta el método de sus investigaciones al tipo ontológico o «región» del ser del que en cada [28] caso se trata, dado que, por ejemplo, no cabe por principio una presentación mejor ante la conciencia del espacio y la materia del mundo de la vida cotidiana que ésta en perspectiva, siempre corregible, que ya ahora poseemos en la percepción llamada corrientemente externa. Esta especie de la percepción tiene su peculiar sentido, evidentemente, que, también evidentemente, no puede ser superado o desbordado, porque eso equivaldría a que las cosas del mundo de la vida fueran interpretadas como constituyendo, justamente, una región del ser distinta de la que de hecho integran -por ejemplo, la región de las vivencias conscientes, o la región de los números reales, siendo así que para ambas, como para cada una de las demás regiones, existe su modo propio de estar dadas de la mejor manera posible-.
Pero una mirada más advertida comprende que este ideal filosófico continúa todavía admitiendo un supuesto fundamental: no duda de que la evidencia teórica es lo primordial. Y es que no ha meditado suficientemente en aquello que mueve ya la aspiración a la evidencia, y que no es sino haber apreciado como un valor extraordinariamente alto la liberación de todos los prejuicios.
Husserl admite como un supuesto no comprobado, no analizado, la posibilidad de que el sujeto que filosofa consiga desprenderse de todos los lazos que lo vinculan a la Totalidad del mundo. Estos lazos son los que el interés anuda. Husserl piensa que sólo un sujeto desinteresado de cualquier meta intramundana puede volver tema de la filosofía la Totalidad; pero no recapacita sobre el hecho de que esta forma de replantear el problema filosófico deja ya atrás, como si fuera un dato indudable, que cabe entender el mundo como la totalidad de lo que hay. Si la reducción fenomenológica fuera susceptible de ser llevada a cabo hasta el final, entonces realmente ocurriría que el hombre no es simplemente una parte del mundo, sino una autonomía inocente, un ser-fuera-del-mundo, como Lévinas, para resaltar el contraste entre su interpretación del idealismo fenomenológico y la filosofía de Heidegger, escribe.
La prioridad absoluta concedida a la evidencia la hace, en efecto, anterior lógica y ontológicamente a la responsabilidad. Pero entonces supone para tal evidencia una subjetividad no sólo no culpable, sino inicialmente desligada de toda relación con lo moral. Ahora bien, tal subjetividad sólo podemos representárnosla como decidiendo, a cierta altura de su existencia -¿sería existencia la que llevara una subjetividad sin problema ético?-, si entra o no en la temática de la moralidad, si se compromete o no con alguna alteridad que se convierta, de [29] ahí en adelante, y por libérrima opción del sujeto inocente y autónomo, en una instancia ante la que rendir cuentas: en alguien otro que uno mismo capaz de exigir al sujeto alguna responsabilidad para con él. (Es interesante observar que esa instancia no tiene necesariamente que diferir de la propia identidad del sujeto: basta con representarla aún no plenamente realizada para que yo tenga, por ejemplo, deberes, aunque sólo para conmigo mismo, y no, aún, para con otro propiamente.)
En fin, el ideal de la evidencia perfecta, cuando es manejado sin precauciones críticas respecto de sí mismo -o sea, sin una reflexión suficientemente evidente sobre sus bases de partida reales-, revela ser la introducción al estado de guerra consumado a propósito de todo cuanto no es la subjetividad que conquista sus evidencias. Pues llegar a saber perfectamente, sobre todo cuando sucede en la perspectiva del sujeto siendo fuera-del-mundo, es lo mismo que terminar por disponer en absoluto de las cosas, del mundo, de la totalidad. Al principio hubo de parecer que la totalidad de lo real era, sin duda, ancha y ajena; demasiado ancha y ajena como para permitir una vida realmente humana, ilustrada, poderosa en su libertad. Pero al final ha resultado que el viaje no ha se ha dirigido, precisamente, hacia lo nuevo, sino que ha terminado asimilando toda extrañeza en el dominio -nunca mejor llamado así- de la subjetividad, que, una vez lograda la evidencia, ya no puede esperar que la realidad le tienda celadas. Lo real ha sido sometido por la soberana fuerza, sólo aparentemente no violenta, de la evidencia. Ahora yace sin poderes, a la merced de un sujeto que, en este proceso, ha aprendido a reconocerse como autónomo.
Al precio, por cierto, del nihilismo. Se cumple el diagnóstico de Nietzsche. Aquí no ha quedado más que un triunfador en pie; pero ahora está rodeado de nada por todas partes. Sólo ha vencido a las sombras, para caer en la sombra misma.
7. Lévinas, como Nietzsche, intenta apurar la experiencia del ser con el ánimo puesto en preparar lo más rápidamente posible el advenimiento de la experiencia filosófica nueva: la evasión del ser. Precisamente por eso se ha preocupado, cada vez con más ahínco, por profundizar en las dificultades que afronta y está a punto de resolver la tradición griega, culminada, a sus ojos, en Hegel, Husserl y Heidegger.
Pues bien, una de esas cuestiones que prestan formidable plausibilidad a la tradición griega es el hecho general que examina Husserl desde el punto de vista de la estructura sintética de la conciencia. Y [30] es que cualquier nueva experiencia de un sujeto parece necesariamente sometida a una ley universalísima, que le dicta obligada compatibilidad con al menos parte de lo que ya ha constituido ante sí esta misma subjetividad. Kant enunciaba esta ley recordando que no hay representación que no haya de venir acompañada de la representación constante «yo pienso». Hegel describe grandiosamente cómo los avatares extremos de la alienación y el extrañamiento sólo son las etapas que tienen que ser recorridas por el desarrollo dialéctico de la razón, la historia y el advenimiento del Espíritu absoluto a su parasí. La mayor negación concebible se reconcilia luego con aquello que niega en una concordantia oppositorum que no podía ser prevista antes de que la realidad no planteara sus imprescindibles contradicciones. Y las actuales teorías de la razón narrativa, aunque hayan bajado el listón de las exigencias dialécticas, se basan en la posibilidad esencial de relatar, como una historia con argumento unificado, fragmentos más o menos amplios de experiencia que reinterpreta una tradición dada.
Pero ha sido Husserl quien ha intentado describir fina, minuciosamente, el modo en que la conciencia subjetiva vive su duración como una síntesis de múltiples sentidos.
En primer lugar, se trata de que la experiencia del mundo, aunque pida correcciones con frecuencia, no se ve nunca del todo defraudada. Sobre la base de un mismo mundo, ciertas cosas deben desaparecer de la lista de las que realmente existen, a pesar de que hubo un primer momento en que ciertos fenómenos fueron interpretados como si ellas existieran de veras. Pero el estilo general de la experiencia -confirmadora o decepcionadora- del mundo se mantiene inalterable. Ninguna perspectiva es tan nueva que no se pueda integrar con las ya conocidas. Todas las posibilidades están implícitamente predelineadas. Esta misma cosa, quizá, a lo sumo, resulta no ser una cosa, sino un mero reflejo o una alucinación; pero sobre la base de la confirmación constante de lo espacial, causal, material, cromático, cinestésico de la experiencia habitual del mundo.
En segundo lugar, no sólo unas vivencias referidas a cosas se sintetizan así -sintetizan sus sentidos respectivos-, sino que también sucede algo semejante en la identidad del yo que las vive. Este yo permanece idéntico bajo sus convicciones cambiantes o sus diferentes tomas de actitud; pero hay algunos hábitos suyos que nada conseguirá arrancarle. Va desarrollando sus conocimientos y cumpliendo mal que bien sus esperanzas. Es capaz, incluso, de desinteresarse del mundo. [31] Pero todavía este desinterés supone en él todo un estilo inamovible de vivir y adoptar sus actitudes y proponerse fines.
En tercer lugar, como por debajo aún de la síntesis del sentido y la síntesis o autoconstitución del yo, acontece la síntesis del tiempo, o sea la autotemporalización de la conciencia (de la vida en sentido trascendental). El presente que acaba de ser permanece retenido ahora, y va modificándose continuamente a medida que el futuro protenido va, por así decir, atravesando el presente y hundiéndose en el pasado. El verdadero presente subjetivo es un campo, no un límite ideal, un puro punto. Este campo tiene una estructura invariable (a la que corresponde nuestro estar siempre en el ahora, siendo éste, por otra parte, lo más fugaz que existe). En esta estructura se hallan sintetizados, en el modo de una fluencia especial, de una modificación sólo temporal de sus respectivos sentidos, tanto el futuro que va a ser de inmediato como el pasado que acaba de ser y el presente originario, la impresión originaria. Nada puede jamás quebrar la forma sintética de este campo, al que Husserl llama presente vivo. Su pasividad es la pasividad hiperbólica misma. Que haya vida, mundo, yo, valores y fines supone siempre que haya presente vivo, nunc stans et simul fluens.
8. Hasta aquí persigue Lévinas los problemas. En la síntesis pasiva del tiempo Husserl habría llegado a corregir su perspectiva de la subjetividad inocente como ser-fuera-del-mundo y habría abierto, así, realmente un resquicio fenomenológico al pensamiento de la paz, la alteridad y la prioridad absoluta de la ética. ¿Cómo eso? ¿Cómo es posible evolucionar en la comprensión de Husserl de una forma tan notable que primero se discierna en él el final consecuente de la filosofía griega, y luego, en cambio, crea verse en lo más profundo de sus análisis la ruina de la representación, esto es, la ruina de la imagen de la filosofía que sitúa la evidencia teórica por encima de la responsabilidad?
La solución a este problema se encuentra en el hecho de que nadie está en mejores condiciones que Husserl para testimoniar cómo la temporalidad inmanente a la subjetividad está condenada a no descansar nunca en la segura posesión del presente. No hay posibilidad de que quede congelada la representación actual. Su ser de puro presente se constituye tal y como siempre es ya ante mí precisamente gracias a la terrible fugacidad que, nada más nacido, lo arrebata y lo modifica, lo separa, por así decir, de su mismidad perfecta y le da sentido sólo en tanto en cuanto pasa y deja de ser originariamente presente. [32]
Parece indudable que Lévinas ha aprendido mucho en las descripciones sartrianas a propósito de lo que el autor de El ser y la nada denomina cogito prerreflexivo; sólo que esta lección no la aplica en el modo en que pide Sartre entenderla, sino sólo para comprender mejor las lecciones de Husserl sobre la conciencia del tiempo. En efecto, el presente, todo el campo del presente vivo, pero, sobre todo, el puro presente de la impresión original, no está bajo el alcance del principio de identidad. El cogito en el tiempo no coincide, cabe decir, jamás del todo consigo mismo. Está solicitado por una inquietud poderosísima. En el mismo instante en que va a recaer tranquilo sobre sí mismo, el presente se reabre al futuro, es despejado de su inminente borrachera de ser, es retrotraído a la vigilia y a la paciencia dilatadísima de la muerte futura. Sartre había aprendido -no me cabe duda- a hablar de la náusea en que se nos hace patente el ajetreo bruto y ciego del ser en-sí (Lévinas prefiere llamar a esto mismo esencia, y se refiere al hay perenne de la esencia) leyendo el ensayo lévinasiano de primera hora sobre La evasión. Lévinas aprende, a su vez, en Sartre a pensar la husserliana subjetividad absoluta como consistiendo ya de suyo en una evasión del ser. No en una nada, porque la nada está atrapada en las mismas redes gramaticales que el ser; sino en una obsesión, un (intraducible) penser-à-l'autre.
Pero las descripciones husserlianas y sartrianas del campo del presente vivo y del cogito prerreflexivo únicamente proporcionan una brecha en la concepción que introduce desde un comienzo al yo en el dominio de la ontología, en la vastedad del ser, en el fuera del mundo. Tampoco cree Lévinas que pueda aprovechar demasiado más de las doctrinas de Ser y tiempo. En realidad, una vez que consigue leer en Husserl la ruina de la representación, Heidegger va cayendo en olvido progresivo, que, sin duda, tiene que ver con la conciencia muy clara del papel oscuro, por decirlo suavemente, que su antiguo profesor friburgués desempeñó en la tragedia de la Shoá. En Heidegger, sobre todo, ha sucedido que las actividades del hombre han podido ser valoradas todas como experiencias de desvelamiento del ser de los entes. La representación, como ya en Max Scheler, había perdido su puesto de privilegio; pero a costa de diluir en el ámbito de impersonal claridad del ser la especificidad absoluta de lo humano.
9. El resquicio para el pensamiento de la alteridad que mantenía abierto Husserl pedía ser agrandado hasta el punto de que el nuevo pensamiento levinasiano, recogiendo la crítica de Rosenzweig a la indubitabilidad del supuesto de la Totalidad, intenta invertir por [33] completo desde ese resquicio el movimiento general de la fenomenología. A fin de cuentas, el nombre mismo que lleva este método de análisis filosófico señala en la dirección de que para él la cuestión primordial es traer a la luz todas las cosas, y, sobre todo, la luz misma. Si la conciencia es la fenomenicidad, la condición para la manifestación de las restantes cosas, entonces iluminar la manifestación o la fenomenicidad de todos los fenómenos se vuelve asunto central de la fenomenología.
Pero este intento, anota ahora Lévinas, tiene que renunciar a algo que le es esencial, si de verdad quiere prescindir, en el umbral mismo de la investigación, de los prejuicios no controlados: tiene que deshacerse de la idea de que la unicidad o mismidad de la luz y la evidencia puede terminar reduciendo todas las cosas a su ley.
Lévinas ensaya tenazmente el pensamiento que abandona como modelo metafórico la luz neutral que baña cualquier objeto y es ella misma visible de suyo. Su esfuerzo consiste en trasladar la filosofía desde esta imagen milenaria (todo Platón está en ella) al terreno estricto de la palabra y, principalmente, de la palabra hablada. Un terreno, por cierto, no ya metafórico, sino que pide ser tomado al pie de la letra, con todo el rigor que aún no habría sido nunca utilizado a propósito de él. En este sentido, Lévinas es, primordialmente, el pensador de la palabra: el filósofo que no quiere continuar trayendo al estudio de la palabra los conceptos que se han acuñado primero en el campo de la visión.
Es posible enunciar en poco espacio el centro de las reflexiones de Lévinas sobre el lenguaje: cuando la fenomenología aún predomina, entonces se supone que el lenguaje presenta un aspecto uniforme, exhaustivamente estudiado, quizá, por el estructuralismo. El lenguaje es, entonces, la langue saussuriana, ante todo: un sistema de signos, el terreno infinito de lo dicho (le Dit), en el que todo son relaciones y entrecruzamientos de relaciones. Cuando, en cambio, se invierte el movimiento propio de la fenomenología y la palabra se piensa en todas sus dimensiones, el territorio presuntamente uniforme se desdobla al infinito: todo dicho es dicho de un decir, y, a su vez, todo decir -prácticamente todo decir, menos uno inicial irrepresentable, literalmente indecible desde el tiempo- es un desdecir algún dicho. Y, además, siendo así que la vista es asimilación constante de lo débilmente otro a lo Mismo, en progreso continuo a la integración de todo en lo Mismo (un sujeto sólo visivo estaría condenado al solipsismo), la audición, la escucha, el decir son necesariamente diá-logo, referencia [34] de lo Mismo a lo Otro, sin que jamás quepa esperar -es absolutamente impensable tal cosa- que la tensión entre esos Polos, su mutua exterioridad, quede por fin suprimida.
Éste es el centro vivo de la filosofía nueva de Lévinas, el desafío de su judaísmo a una filosofía empeñada en hablar en griego hasta el extremo de negar la alteridad de cualquier otro lenguaje para el pensar. Pero nos falta explorar los aledaños de este centro, para poder dejar al lector ante los libros de Lévinas como ante verdaderos textos capaces de ser dichos y desdichos reiteradamente.
10. Ante todo, consideremos algunas propiedades mayores del ser cuando está reducido a la uniformidad de lo Dicho. En ella, todas las realidades existentes se hacen guerra unas a otras, febrilmente interesadas tan sólo en permanecer en el ser y en desarrollar sus potencias, aunque sea a costa de los demás entes. El hambre -decía Unamuno, anticipándose a las críticas lévinasianas del falso racionalismo extremo- controla todas las relaciones; el hambre y el gozo, la fruición de lo que hay, puesto al servicio del Yo Mismo. En el nuevo pensamiento, entre el Decir y lo Dicho subsiste una diacronía que nada puede recuperar o sincronizar. En consecuencia, no cabe tampoco hallarle al mundo su Principio único necesario, su Primer Motor Inmóvil, esencialmente vinculado al conjunto total de los entes y, por lo mismo, descubrible al investigar metafísicamente la naturaleza. En el pensamiento de la diacronía, la primera palabra la tiene la An-arquía, la Bondad o la Paz, que no puede entrar en conflicto de simultaneidades con la esencia y lo dicho. Si Heidegger critica a la historia de la metafísica su carácter onto-teológico, es decir su confusión entre el Ente supremo y el Ser del ente, Lévinas ensaya la crítica al propio pensar del Ser como archê neutra, en cuya luz se desarrolla la guerra de los entes. Como un programa para futuras investigaciones se nos presenta aquí la posibilidad de trazar de algún modo la nueva gramática del ser que en realidad querría proponer Lévinas -si bien él mismo, inmerso en la polémica con la metafísica ontoteológica y con el pensar heideggeriano, expresa sus intenciones diciendo que se trata, en todo caso, de «oír a un Dios no contaminado por el ser»-.
En segundo lugar, el decir (y la audición), cuando se piensa separado del marco conceptual y metafórico de la vista y la luz, no sólo ha de entenderse como relación dominada por una diacronía irrecuperable, sino, también, como proximidad, relación absolutamente directa entre uno y otro. Cuando las ideas dominan a las palabras y la luz a la significación, hemos ya considerado cómo se hacen posibles no sólo la [35] soledad agustiniana del alma con Dios como Principio del mundo inteligible (que es, por su parte, principio del mundo sensible), sino también el solipsismo. Por lo menos, como Husserl reconocía, el análisis del cogito en la apodicticidad absoluta tiene que servirse de la primera persona del singular tan radicalmente que se olvide de que en la gramática del mundo de la vida esa persona no tiene sentido más que acompañada de las restantes. Antonio Machado, profundamente impresionado por el radical fenomenismo de Berkeley y de Kant, comenta irónicamente que el mandamiento del amor al prójimo tendría que tener un preámbulo teórico en el que se demostrara que el prójimo existe, más allá de los fenómenos de la conciencia del yo solitario que medita sobre sus propias evidencias. La filosofía parece, en efecto, que no puede renunciar a empezar por la crítica radical que hace el filósofo de sí mismo: de las creencias que constituyen el nervio de la vida subjetiva. Es una tarea poco menos solitaria que la muerte.
Lévinas, sin embargo, para mientes en cómo la palabra y la responsabilidad preceden a la idea y la evidencia. Si no estuviera ya de antemano en la red de la significación lingüística, el hombre no habría despertado a su condición de tal. Que sea un problema teórico de primer orden demostrar que la situación real no es el solipsismo, es únicamente una falacia o una ingenuidad. No menos lo es la representación de que el filósofo puede prescindir de la moral en su reflexión a la búsqueda de la apodicticidad, como si sólo en una etapa posterior -quinta parte del sistema, por ejemplo, en Espinosa- apareciera ante la razón la cuestión de si puede o si desea entrar en relaciones intersubjetivas, que siempre estarán basadas en compromisos, en promesas, en responsabilidades. La libertad del verdadero escepticismo filosófico es ya precisamente ese desinterés por la esencia en que consiste la proximidad entre el uno y el otro. El yo del filósofo es ya l'un pour l'autre, es ya penser-à-l'autre. La responsabilidad precede a la idea de la responsabilidad. Se está condenado, más que a la libertad, a la responsabilidad por el otro; lo que también significa que se está condenado a sufrir una eterna persecución por parte del Bien.
Y sólo sobre este fondo de asedio permanente por el Decir y la Bondad se entiende que quepa la reacción de la violencia, la renuncia a responder por el otro. Ahora bien, la guerra misma está ya enterada, de alguna secreta manera, de que la alteridad del otro no es suprimible. La noticia del otro, a distancia insalvable del yo, reclamándolo ya siempre, hablándole, no permitiéndole ser el iniciador absoluto del lenguaje, es la verdadera pasividad superlativa -Lévinas, audazmente, llega a decir [36] que es la misma diacronía del tiempo y aun la an-arquía de la creación-. El cartesiano que se fabrica una moral provisional para mientras está dedicado a la fundación segura del sistema del saber, y no tiene en consideración ni por un instante, en su meditación inicial, la problemática de la alteridad y la responsabilidad, está realmente intentando suprimir el dato primero -que no es un dato, sino el decir de algún dicho-. O, en otras palabras, la lengua griega del pensamiento tiene, como todas las otras lenguas, un pró-logo del que secretamente pende toda su significación -aunque luego en sus dichos la lengua contenga las más severas rebeliones contra la superlativa derechura e inmediatez de la responsabilidad-.
No hay, pues, propiamente, fenómeno de la alteridad, percepción del otro. La proximidad es, más bien, la condición trascendental de todos los fenómenos, y, por lo mismo, es la expresión de este ser (utilizaremos irremediablemente esta palabra, para la que interpretamos que Lévinas exige, más que una desaparición, una gramática nueva) que es el hombre como evasión de la esencia o como autrement qu'être. El hombre, más que en una condición propia, está en la in-condición de rehén, de obses del otro. Su de otro modo que ser, su más allá de la esencia es su estar trabajado, en el núcleo mismo de su ser, por el Bien. El hombre es, antes de haber podido decidir nada sobre ello, un enfermo de deseo del Bien, un perseguido al que el Bien atormenta.
Pero la superlativa imposición pre-original, an-árquica, diacrónica del Bien es, precisamente, lo otro de toda violencia, lo otro de la guerra. El Bien no nos gobierna tiránicamente, sino que nos reclama avergonzándonos, como la debilidad violentada nos enseña que ella, y no nosotros, es lo inocente. Para no interpretar el Bien en el horizonte de la política y la guerra y la luz, es esencial no imaginarlo como un tirano que impone sus razones o, aún peor, su simple poder. Nietzsche ha enseñado mucho acerca de cómo la genealogía de la moral, según había sido pensada reiteradamente en la tradición política de Occidente, nos retrotrae a la negatividad que sólo puede desembocar en el nihilismo. Lévinas, al posponer la ontología a la ética, enseña que la superimposición del otro es tan sólo su vulnerabilidad infinita. El otro está ya siempre traicionado por lo Dicho, está ya siempre en la posibilidad de ser mal interpretado y de que se justifique la violencia que recibe. Pero se halla, también, más allá de la Dicho, en el Decir que constantemente lo desdice.
11. En la fase primera de sus trabajos más fecundos, Lévinas significaba su inversión de la fenomenología hablando del rostro (visage) [37] del otro como única experiencia pre-original de la alteridad. Esta terminología, que se ha hecho famosa, tiene que ser tomada con todas las precauciones que quedan determinadas por cuanto llevo escrito.
El rostro no es, claro está, el objeto de la visión del otro. Precisamente lo que Lévinas trata de pensar al hablar de este modo es una tal proximidad del mismo y el otro que entre ellos no media la neutralidad de la luz, ni la del ser, ni la de los conceptos (he aquí un caso más de rostro de hombre...). La inmediatez (sin embargo, diacrónica) es tal que ningún saber sobre la naturaleza del ámbito del encuentro del uno con el otro debe estar supuesto. La palabra, el rostro crean, en cambio, la posibilidad de todo ámbito.
La comprensión justa de lo que significa el rostro en los textos de Lévinas debe pasar a través de la observación de que visage está en ellos como término que realiza la inversión de lo que significa visée. Ahora bien, la intencionalidad de la conciencia, la intencionalidad de las vivencias, sobre la que está fundada la fenomenología, se expresa justamente con la palabra visée. La cual, por otra parte, quiere decir también la mira del arma, a través de la que se apunta a la pieza de caza. Es lógico que en la época en que Lévinas interpretaba la fenomenología de Husserl sencillamente como consumación del optimismo violento de la Ilustración, se deleitara en jugar con las palabras de este modo. Visage es el rostro, ciertamente, pero aquí está sustituyendo a la visée intentionnelle en su papel filosófico primordial. Es, pues, el rostro en un sentido muy próximo al de la mirada que a mí me mira ya antes de que la luz me haga posible ver desde mí las cosas del entorno -para, quizá, tomar el partido de apuntar con violencia contra los rostros del prójimo-. Visage no es, pues, la belleza, el eidos, la forma o species del ente, bajo cuya seducción comienza, en el texto platónico, la amorosa e interminable caza del ser. Más bien este rostro sin atractivo sensible, pura inocencia que ya sería siempre hipócrita tratar de ignorar, puede inspirarse en el texto del Déutero Isaías sobre el ebed YHWH.
Frente al Decir, o frente a la superlativa inocencia del rostro del otro, el hombre, más que un yo (nominativo), «es» un me (acusativo). Es el «ser» que no ha podido no decir heme aquí, que no ha podido ocultarse -en no sé qué repliegue del ser- del decir del otro. Y su inquietud perenne de acusado no podrá calmarse con ningún poder, justamente porque el otro significa el fallo pre-original de todos los poderes del yo. Podré matar cuanto quiera, pero no podré evitar tener que hacer ya siempre algo respecto del otro. Ahora bien, esta alteridad suya que [38] jamás podría terminar de asimilar en la mismidad no es ningún conocimiento que yo tenga, sino el hecho de que soy responsable. A ningún precio puedo obtener la supresión del problema moral. Él es, en cambio, el motor más hondo de la crítica, del escepticismo.
Y si realmente el hombre dedica su existencia a la bondad, entonces todavía experimentará mucho más ardientemente que su aventura hacia el Bien, el Otro y la Muerte no va acortando su distancia respecto del Otro, sino, más bien, agrandándola. El Bien se in-finitiza en la obsesión del hombre por el Bien, y ésta es realmente la idea del Infinito en la conciencia finita que entrevió Descartes en el punto más alto de su especulación. La in-finidad de la trascendencia mantiene para siempre abierta la presunta totalidad de la filosofía griega, de manera semejante a como el prólogo de un texto está ahí para desdecirlo desde un comienzo e inducir a la reinterpretación.
La letra que pide ser leída, releída, es más inquietante, más honda que la luminosidad de la evidencia de que existo. Y es anterior a ella.

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Cómo habitar la ciudad sin palabras

Creo que hay que aceptar una premisa inicial: lo que el hombre puede hacer, terminará haciéndolo. No, naturalmente, el hombre individual, pero sí, a veces por desgracia, la especie —o sea: algún particular individuo—. Me temo que la historia ofrece de esta verdad tantas pruebas como la observación de la naturaleza humana —para empezar, el co­no­cimiento que tenemos todos de nosotros mismos—.

Vayamos al ejemplo más dramático: si cabe técnicamente la clonación humana, no hay duda de que se realizará. Los terrores más fantásticos de la ingeniería biológica, esta revolución en marcha, irán saliendo de nuestras pesadillas y cobrando la gravedad gris de la realidad con la que combatir cotidianamente. No se dejó de lanzar la bomba atómica aun cuando se sabía que no se sabía hasta dónde llegarían las lejanas consecuencias de aquella barbarie. Una vez descubierta la potencia de la técnica, hasta el menos fáustico de los hombres inteligentes se sorprende tentado a viajar hasta los límites de las posibilidades inesperables. Aunque comprendemos que las innovaciones telemáticas reducirán en una escala colosal la demanda de mano de obra en los próximos decenios, y por más que no tengamos aún ninguna idea clara de cómo sugerir que se reorganice en consecuencia la jerarquía de los valores sociales que hoy siguen estando en vigor elementalmente, seguiremos subvencionando con grandísimo entusiasmo la investigación en ese campo. Es verdad que la llegada de la sociedad que denomina Telépolis un agudo ensayista español, sumada a algunos de los efectos más perturbadores de los avances en biología, puede dar lugar a una transformación casi increíble de zonas de la instalación del hombre en la vida que no se pensó jamás que estuvieran sometidas a un cambio posible. Me refiero al hecho, ya apuntado en el horizonte, de que ha dejado de ser impensable que los años de nuestra vida se prolonguen hasta varias décadas más, a la vez que la ancianidad pierda algunas de sus notas más tristes. Hoy, cuando nuestro mun­do está inundado de gentes viejas y viejísimas, de demencia senil y mal de Alzheimer, quizá nos hallamos en realidad al borde de la supresión de la ancianidad tal como siempre la hemos conocido. ¿Qué haremos con la idea misma de la realización humana, en este futuro próximo en el que la mayoría no podrá trabajar en toda su vida, pero, en cambio, ésta durará, detenida en una rara semijuventud física, más o menos el doble de lo que correspondió a nuestros abuelos?

Por este aparente rodeo, véase que hemos llegado al tema crucial: ¿cómo se realiza la existencia humana? ¿Qué papel toca a la técnica en ese proceso de importancia literalmente eterna para cada cual? Y luego: ¿qué reacción moral y política cumple al que se atreve a proponer alguna respuesta a las dos preguntas primeras? Porque es evidente que la cuestión del lugar y la función de las imágenes y, en concreto, de la televisión en el conjunto de los usos sociales contemporáneos, viene a ser un rinconcito del problema global planteado por la relación ente la realización del hombre y las posibilidades de la técnica de hoy y del mañana próximo.

Si la primera premisa es la inevitabilidad de la llegada de los productos técnicos que sean realmente posibles, la segunda es que carece de sentido el repudio global de esta evolución de la cultura. El moderno mundo técnico puede ser descrito apocalíptica, paradisíaca o neutralmente; pero en cualquier caso no se debe explicar como una deriva enloquecida que ha tomado de pronto, desde el siglo XVII, la historia humana. Este mismo mundo de las posibilidades estremecedoramente nuevas, era una evidente posibilidad de nuestra historia, a la que llegó su hora de realización cuando los tiempos maduraron. Así tiene que ser afrontado no como un destino desgraciado, sino jovialmente, como una novedad, gracias a Dios, en el interior de la cual debe debatirse ahora el hombre en los pasos de su aventura, infinitamente seria, hacia la plenitud de sí mismo: hacia el logro de su identidad cumplida. Dicho en términos teológicos, que en seguida podemos secularizar fácilmente: todo tiempo es un tiempo de gracia, una ocasión irrepetible, un don de riqueza insondable. De manera análoga a como un teólogo de la historia debe decir que las tribulaciones del presente forman parte constitutiva de la total revelación de Dios, un modesto descriptor de lo que está pasando dirá que esta crisis cultural, siendo la más formidable que se ha presentado desde el Neolítico, consiste, sin embargo, ante todo, en la apertura de nuevas (y por eso mismo maravillosas) oportunidades para conocer hasta dónde llega la aventura humana.

Si empezamos a sacar consecuencias de nuestras dos premisas, veremos inmediatamente que ha aumentado el riesgo de la barbarie —lo hemos multiplicado vertiginosamente y en muy pocos años—, pero que eso es lo mismo que decir que se ha ampliado el ámbito de la libertad real del hombre. Más peligro es más esperanza; porque, efectivamente, sigue siendo verdad que las cosa hermosas y buenas son difí­ciles.
Las anticipaciones de Orwell y Bradbury, por tomar en consideración algunas de las decididamente menos optimistas, coinciden en predecir para muy pronto la desaparición, mejor: la severa proscripción de los libros, sustituidos por la imagen; la imagen en diálogo virtual, como ya ahora se dice plenamente, con cada persona en la zona más privada de su hogar (y también, claro, en el lugar más público). Quizá deberían haber insistido más en que a la pena de tortura por leer o aun por guardar un libro, tiene que precederla la muerte de la conversación y la devaluación del ágora, del parlamento, del tribunal y el mercado. Primero se deja de oír; luego pierde interés el decir; y ya con eso están condenadas la lectura y la escritura, que siempre han sido —incluso en el judaísmo— fenómenos de orden segundo o superior.

En la actualidad, el profesor y el investigador empiezan ya muy frecuentemente el día de trabajo conectando su ordenador y recorriendo alguna ruta de Internet. En casa, el niño ha puesto mientras el televisor, porque no puede esperar la hora del colegio sin estar viendo algo. Pero tanto Internet, como el televisor, que pronto se fundirán en una sola cosa, nos insertan en una semirrealidad en la que, literalmente, hay de todo, y, en especial, mucho de lo que no podemos ver cuando giramos la cabeza y contemplamos la habitación o la calle. Los vínculos (los links, hay que decir) entre unas y otras ventanas virtuales tienden a ser infinitos. Es como si la imaginación de toda la especie humana se hubiera repentinamente cosificado: como si todos sus productos posibles hubieran al fin salido de ella y estuvieran ahora conservados en ese espacio común de los cables telepolitanos. Pode­mos empezar por un puerto serio y apacible, como es la versión digital de cualquier periódico; pero en seguida, sólo saltando de sugerencia en sugerencia , llegamos, si así lo semideseamos, a un vértigo de aberraciones, para, un segundo después, gozar de un texto griego que nos mete en la pantalla un curioso servidor de una universidad provincial de Oklahoma. Y, naturalmente, lo mismo está haciendo en casa el ni­ño con su aparato de imaginaciones cosificadas, desimaginadas ahora que han to­ma­do por fin cuerpo en imágenes públicas.

Esta colosal desverbalización y desimaginación del mundo cotidiano y de los mundos de la fantasía es un acontecimiento de dimensiones aún más impresionantes y de consecuencias aún más radicales que la ingeniería biológica —con la que, como es lógico, guarda profundas relaciones, por otra parte—. En este caso, ni es pesimismo ni es correr un riesgo intelectual decir lisa y llanamente que si los individuos todos, uno a uno, no toman distancia de esta posibilidad que se ha abierto a su lado, destruirán en ellos mismos las posibilidades de ser propiamente hombres.

Uno de los aspectos más relevantes y claros de este fenómeno de barbarie amenazante es, sin duda, la banalización de todo, de absolutamente todo. El telepredicador, la teleprostituta, la telemuerte con violencia, el teletomate frito y todo lo demás, se presentan en cualquier tiempo y cualquier lugar. No hay que cruzar otro umbral que pulsar el botón; no hay rito alguno de paso; no hay iniciaciones graduadas. La apariencia es que todo lo hermoso es facilísimo: exactamente tan fácil como todo lo feo y todo lo indiferente. No cabe desconocer la dura conexión que hay entre esta banalización y la forma misma del dinero: el valor de aparentemente cualquier cosa, homogeneizado y vuelto cantidad discreta. El más universal de los universales materiales es la unidad monetaria de cambio, que puede, por cierto, cambiar de posesor sin que medien palabras. También en el telemundo el hombre que lo semihabita no es tanto un integrante de él cuanto una moneda (la factura de la conexión telefónica no va a ser jamás “virtual”). En la abismática y universal banalización —veo de pronto, con el rabillo del ojo, que en el televisor les están mostrando a mis niños cómo se mató un tipo que quiso batir un récord tirándose con paracaídas desde una azotea de Londres; pero mis gritos llegan, claro, tarde a esos oídos ya cerrados—, el instrumento capital con el que se la lleva a cabo —el dinero— es, evidentemente, lo más reacio a dejarse banalizar.

No hay medidas legales que puedan remediar la desverbalización y la desimaginación del mundo. Aunque, ciertamente, la conciencia colectiva de sus causas, sus síntomas y sus secuelas, es asunto de primerísima im­portancia. Pero la salvación —empleo aquí orteguianamente esta palabra— de esta no­vedad caótica es ante todo trabajo del individuo. La prohibición que viene de lo exterior sólo despierta la curiosidad por ver cómo se la sorteará y burlará. Ya ahora, los límites de la ley son puertas al campo.

Pero hay que usar Internet sin dejarse usar por él. Hay que apelar a la conciencia de la libertad, hay que despertarla. Hay, sobre todo, que hablar y que escuchar. Hay que suscitar las pasiones simultáneas por la libertad, la realidad y las palabras. Precisamente, como nos ha recordado con tempestuosa retórica Michel Henry en su diagnóstico de la barbarie contemporánea y nueva, la acción, el espíritu de las letras, el realísimo afecto con el que la vida se palpa a sí misma, son todos ellos invisibles. La realidad más real, que es la precaria vida individual que, cerrada afectivamente sobre sí misma, ilumina luego los espacios del mun­do cotidiano y los mundos del pensamiento y la fantasía, esa vida es invisible. Es noche, es “agua de los abismos”, como canta el verso de Unamuno.

En algunos aspectos, la cultura clásica europea ha sido injusta con la humanidad humilde del hombre, y estas injusticias no han dejado de proyectarse en la adoración literalmente tal de la tecnociencia. Pascal estaba demasiado seguro de que la soledad radical del hombre, cuando alguna rara vez se actualiza, sólo da de sí un infecto aburrimiento. La huida inconsciente pero inexorable de ese aire de infierno que escapa de las grietas de soledad hacia la superficie del mundo, nos mantiene amparados toda nuestra vida en la diversión. Semejante antropología, tomada por las manos de quien no esté dispuesto a someter su razón a la fuerza de la idea del pecado original, se vuelve muy de prisa en el programa que sólo puede proponer para la realización de la identidad humana su absoluta mundanización o exteriorización. Como si el hombre fuera de suyo nada; e incluso algo así como un agujero de nada en el tejido de la realidad, que tiende a extender su nada por cuanto toca.
Una antropología tanto más optimista cuan­to más realista debe revaluar la soledad del hombre, precisamente para conseguir que vuelva a ser sensible a la apelación de las múltiples palabras que son el mundo natural, las voces de los prójimos y las letras de todos los libros. Poder ser llamado por el propio nombre es ya empezar a estar en condiciones de hablar personalmente y, por lo mismo, de apelar también uno a los demás: de suscitar el futuro de los hombres que van a tener que habitar, solitarios, lúcidos, libres, Telépolis.

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Fundamentos filosófico-antropológicos de la fidelidad y el compromiso

§ 1 El deber universal de buscar la verdad
No hay ningún problema de la antropología filosófica que podamos acometer enteramente, con alguna perspectiva de dilucidarlo, si no descendemos primero a las bases descriptivas que nos ofrece la filosofía fenomenológica de la existencia.
La primera gran afirmación que ésta propone dice sencillamente que es preciso para todos los hombres edificar la vida sobre la verdad, de modo que a nadie, sean cuales sean las circunstancias históricas y culturales que le toquen, le está permitido pasar su vida sin intentar retroceder hasta las fuentes de donde brota, en la experiencia original y en primera persona del singular, el sentido de las verdades que de hecho acepta en su existencia cotidiana. Ya Sócrates, el primer pensador existencialista, decía que el hombre no puede vivir una vida sin examen: no que no le sea digna una vida así, sino que no le es posible.

Nos estamos acostumbrando de mil maneras a desoír este imperativo universal y categórico, pero urge que despertemos de nuevo plenamente a su verdad. Y es que la existencia humana está tejida de acciones, que siempre vienen a ser (esta enseñanza procede de Kant) consecuencias de opciones generales, las cuales, a su vez, derivan de actitudes globales ante sectores de la vida y, finalmente, de un modo básico de hallarse el hombre instalado en ésta. En todos estos niveles –he diferenciado sólo cuatro para simplificar, pero en concreto seguramente se nos ofrecerían en número mayor-, una opción o el adoptar una actitud, una acción o la postura general que tomamos ante la vida, son, además de acontecimientos y procesos, afirmaciones o tesis. Porque creemos determinada presunta verdad es por lo que decidimos hacer lo que hacemos. En el fondo de las actitudes hay creencias, y los contenidos de las creencias son siempre susceptibles de verdad o falsedad.
En otras palabras: sin verdad no hay existencia humana, pero, en principio, tomar algo como verdad no se hace porque se haya analizado cuidadosa y personalmente una tesis y se haya encontrado que, en efecto, es verdadera o, al menos, muy probable. La lastimosa condición del hombre como sujeto teórico, que expresa algo tan parecido a la consecuencia del pecado original como para que Heidegger, por ejemplo, la denomine caída en lo impropio, es que no somos personal y responsablemente nosotros, de manera activa, reflexiva y libre, quienes pasamos a creer lo que merece la pena de ser creído, sino que la mayor parte de este trabajo teórico fundamental se nos da hecho y nos lo tragamos, por decirlo con una metáfora socrática, todo él ya preparado y hasta masticado. Más que creer yo mismo aquello que se ha convertido palpablemente en el suelo de verdad de mi existencia acto por acto, actitud por actitud, hábito por hábito, me lo han dado ya creído. Creo como creo porque se cree así en la comunidad en la que me muevo. Y de hecho los conflictos y crisis no proceden muchas veces de que alguien empiece, como el individuo que es y que debería comenzar de una vez a ser, a realizar la criba de las verdades recibidas, sino que tienen más bien su origen en que, como es propio de sociedades desestructuradas, nos movemos al mismo tiempo entre más de un círculo de creencias, y lo que aceptamos en un sitio no nos da el pase para otro que también nos interesa. Y así, o tenemos mil caras, según dónde nos encontremos en cada hora, o caemos en depresiones y enfermedades del alma, porque nuestra guarida de creencias se descompone en cuanto le da un soplo de aire extranjero.
Pero sigue siendo inconmovible verdad acerca del hombre que hace éste lo que hace porque cree lo que cree; y como sólo las acciones, las opciones, los hábitos y las actitudes nos acercan o nos alejan de la plenitud posible de nuestra existencia, depende ésta de la solidez de las verdades sobre las que está toda construida. Con un matiz elemental: que nadie puede hacer por cada uno de nosotros el trabajo doble e ímprobo de, primero, sacar a luz, en un esfuerzo de ironía, cuáles son las auténticas creencias que forman el suelo de la existencia personal; y segundo, en un esfuerzo de partera de sí mismo, hacer lo que san Ignacio llama la probación de sí, o sea, de nuestras personales reales creencias. No tenemos un Sócrates a nuestro lado todo el tiempo, ni lo necesitamos; pero entre las cosas que creemos a pies juntillas está también la de que por nosotros solos somos incapaces de estos esfuerzos -si es que no nos detenemos mucho antes con alguna de esas frases hechas sobre si tiene o no doctores la Santa Madre Iglesia, o sobre si pensar es aburrido y no sirve para nada o hasta es contraproducente, da jaqueca y nos vuelve locos-.
La impresionante situación de nuestro mundo se ilumina mejor que de otros modos cuando recapacitamos en que estoy hablando de un evidente deber universal, que no podemos negar con sólo que reflexionemos dos minutos acerca de él, pero que se trata hoy de un secreto guardado bajo siete veces siete llaves. Una sociedad de la información, dominada hasta la tiranía por las técnicas de esa dudosa ciencia que es la pedagogía, es hoy al mismo tiempo la sociedad que más profundamente ha decidido ignorar el universal deber de socratismo, si me permitís decirlo así, que afecta a la vida humana. Es imprescindible la filosofía para poder vivir vida humana –o, si remontamos el concepto, vida espiritual de alguna clase y calidad-, pero nadie lo dice y, por consiguiente, a casi nadie se le ocurre que sea cierto. La búsqueda personal, responsable, radical de la verdad, como requisito primero de la vida, no tiene casi ningún propagandista, pero es un deber evidente, una condición necesaria de la dicha, un prerrequisito de la misma salvación, entendida en términos propiamente religiosos; y así figura en todos los grandes clásicos no fideístas, o sea, no heterodoxos, de nuestra tradición espiritual.
Ya en toda formación humana, aunque esté destinada a lograr buenos técnicos en las materias aparentemente más ajenas a lo directa y centralmente humano, el problema de la verdad existencial debería estar afrontado, so pena de que un economista, un ingeniero, un médico corran el riesgo de ignorar por completo qué hacer con la vida suya y con las vidas de los demás y con la naturaleza que manejan a cada paso; pero esta evidencia crece hasta lo que no se puede exagerar cuando nos referimos a la formación de hombres espirituales, de gentes destinadas a vivir siempre en la cercanía de lo sacramental y a inducir la relación con lo sagrado en su grupo social. Exactamente en los antípodas de cualquier veleidad que conduzca a formar a estas personas como en un invernadero social, el primer deber pedagógico para con ellos es exponerlos en la mayor medida posible al fuerte viento de la verdad, a la realidad histórica en todas sus facetas y toda su crudeza, y, desde luego, procurar que se abran a todas las posibilidades existenciales que corresponden al mundo en que han nacido. Los que se vean llamados de una manera especial a vivir en la intimidad del misterio divino y en la comunidad de los ordenados de la Iglesia, deben ser los hombres más abiertos, más probados, más expuestos a la realidad y que más hayan analizado las raíces de su propia existencia. Insisto en que hasta aquí –como ocurrirá también en los próximos minutos- sólo estoy hablando de temas antropológicos de relevancia universal; pero en el caso de las personas que toman sobre ellas la responsabilidad mayúscula del sacerdocio, si es que cabe subrayar y exaltar lo que de suyo es de índole general, no hay duda de que esos subrayados y esas exaltaciones se aplican aquí mejor que en cualquier otro lado.
Pero ¿por qué es tan urgente, tan inevitable, tan fecundo espiritualmente, el viaje personal, radical, infinitamente libre, hacia las fuentes de la verdad? Consideremos que no se ha pretendido que hallarlas y exprimirlas sea un deber, sino que lo es vivir de camino, de aventura apasionada hacia ellas, en la esperanza de que se puede encontrar su rastro, su rumor e incluso su agua, aunque quizá no logremos beberla directamente del manantial. ¿No hay una sabia tradición que suple a nuestra debilidad personal? ¿No hay un primario deber de confianza en la tradición, que además es muy característico de la Iglesia Católica? ¿No empieza la vida espiritual por la recepción confiada y humilde de muchas verdades?
Estas preguntas me hacen pasar al punto segundo de nuestra común indagación en los fundamentos de la antropología.
§ 2 Superficie y profundidad existenciales
La vida humana se vive normalmente en un estado de profunda división, y sobre este estar escindida nuestra vida en su intimidad tenemos todos alguna medida de conciencia, que solemos no exacerbar, como si temiéramos las consecuencias de hacerlo.
Esta duplicidad de planos entre los que transcurre nuestra vida cotidiana podemos analizarla llamando a uno de ellos superficial y a otro, profundo.
Hay pensadores pesimistas que achacan al hombre vivir tan sólo en la superficie de la existencia, y califican una actitud así como la natural. Otros, sólo un punto menos pesimistas que éstos, tienen conciencia de haber vivido muchos años en la mera superficialidad, hasta que los despertó con una tremenda sacudida la providencia amorosa de Dios proporcionándoles una tempestad existencial o, dicho menos metafóricamente, una situación límite, que ellos, por la gracia de Dios, supieron reconocer como tal y lograron aprovechar para cambiar por entero de actitud.
Yo aún soy menos pesimista que los Pascal y Agustín, para no hablar del casi nihilismo de un Heidegger; y creo que las situaciones límites no son tanto como necesarias para la conversión de la actitud, debido a dos buenas razones. La primera es que siempre, por superficialmente que vivamos, nos queda otra, como le gustaba decir con socarronería popular a Unamuno; la segunda es que aquello que más merecería el nombre de situación límite nos ha sucedido a todos ya, de alguna manera, en los territorios medio olvidados de la infancia, y sus secuelas han resultado imborrables (de aquí que siempre nos quede otra). En la vida de adultos, cabe que un esfuerzo de lucidez como el socrático, o un empeño por ser fieles a las evidencias de orden moral, como el que sacude a tantas personas de nuestro tiempo que se atreven a ponerse en contacto directo con la inmensa miseria que hoy existe en casi todos los lugares; digo que cabe que, en la madurez de la vida, uno cualquiera de estos intentos por ser lúcido, auténtico y fiel al bien, lleven a una persona a los niveles, ya siempre presentes, de la existencia profunda, y de tal modo que, en adelante, aunque comprenda lo que sigue ocurriendo en la superficie de la vida, ya no quepa decir del todo que esta persona vive escindida, sino que es más justo considerar que se ha trasladado esencialmente al nivel de lo profundo y ha destruido, quizá enteramente, los puentes con lo superficial y las estructuras que la vieja superficialidad había levantado.
El testimonio de muchos grandes pensadores y sentidores ha ido en la dirección de reconocer una conversión completa, una auténtica revolución en sus vidas, que antes eran, como dice insuperablemente Agustín, más muerte que vida, y ahora ya son de verdad vida abierta a la vida totalmente viva de la eternidad. Han viajado de la regio dissimilitudinis al lugar donde brillan los símbolos de lo divino. Pero me pregunto si no exageran, con estupendos fines pedagógicos, por otra parte, la novedad de lo que han descubierto después de convertirse y, por ello mismo, lo trágico y lo duro del giro que ha dado su vida, en esta colaboración entre la providencia y ellos mismos, entre la gracia y la libertad. Porque no es sólo mi memoria personal, o sea, un suceso de mi propia vida que podría entenderse como una contingencia, sino la memoria colectiva de todas las culturas la que testimonia a favor de que el niño es quien descubre como tales, un buen día (un dies irae que termina por ser la bendita herida inolvidable, tal como la cojera de Jacob después de luchar con el representante del Dios invisible), la presencia de la muerte, la posibilidad de lo divino, la diferencia entre las apariencias y la verdad, la seriedad del tiempo, lo irreversible de las decisiones y los acontecimientos; en definitiva: la hondura misteriosa de la existencia. Entonces mismo, la sociedad se apresura a cubrir lo que parece que ella siempre siente como un vacío peligroso: las preguntas innumerables, la gran pregunta total en la que se ha convertido la infancia, son sobreabundantemente respondidas por los sabios de la comunidad, y llegan al mismo tiempo las informaciones sobre los mitos fundacionales, las noticias acerca del nombre verdadero de los dioses, el cambio definitivo del propio nombre, las tareas de la madurez. Al personalísimo y solitario rito de paso lo acompaña la algarabía del rito de paso oficial, y el niño que acaba de dejar de serlo se ve excesivamente rico de respuestas, portador de tradiciones de secular sabiduría, que tratan de apagar su sed de verdad buscada a solas, y que pueden contribuir, por desdicha, a insertarlo de por vida y excesivamente en el impersonal se que, como decía malévola pero acertadamente Heidegger, siendo todos y nadie, es quien de verdad vive la vida de cada uno, reducido el pobre cada uno a no ser más que eso: uno, un número en la colectividad, uno en la masa de la gente.
Se pasa de la infancia a la adolescencia en esa noche del espíritu (para muchos niños, como se ha atrevido, por ejemplo, a testimoniar en primera persona Levinas, es realmente una o una serie terrible de noches recurrentes) en la que, sin que se estuviera preparado para tal acontecimiento –lo más, se vivía en la angustia, según Kierkegaard, de que un día nos pasara empezar a vivir la incomprensible vida de los adultos, dejar de jugar...-, de pronto y de improviso, exactamente como una herida, entramos en el tiempo irreversible, comprendemos que todo pasa para no volver, empezamos a existir en la certeza de la muerte propia y de las muertes de todos los que nos rodean y queremos o tememos, y, por ello mismo, caemos en la cuenta de la verdad, del dolor, de la pregunta, del interés, de la pasión.
Es ésta la experiencia madre de todas las demás experiencias que haremos en adelante; es el segundo y más verdadero nacimiento, porque nos deja marcados a fuego y nos introduce en las primeras opciones, los primeros verdaderos amores, la posibilidad de las primeras profundas traiciones y maldades, de los primeros experimentos con la crueldad, el horror y el placer.
El niño no tiene conceptos para asimilar todo lo que se le viene encima, aparte de que se descubre enormemente solo con su pregunta terrible, en medio de gentes, en la familia, en la escuela, en la calle, que hablan de cualquier cosa menos de lo único importante; que se siguen empeñando en hacerle aprender infinidad de asuntos que no ni le van ni le vienen; que viven como si fueran ahora todos los demás los que juegan, mientras que él, si sigue jugando, lo hace con un sentido nuevo, lleno de melancolía y de interés. El niño sólo tiene a su disposición los sentimientos y el silencio, y para los primeros es muy importante que pueda no faltarle música, poesía, arte de cualquier forma que sea. Es decisivo que comprenda que su estado lo han vivido, con la misma hondura que él lo tiene ahora que vivir, muchos otros hombres antes, de modo que se anime a ser fiel a las duras enseñanzas que está recibiendo a solas (quizá, en la compañía de los paisajes y los animales, o sea, de todo aquello que no corre, con el tiempo, a la muerte, o que no habla pero mira y siente).
Dice Franz Rosenzweig con muchísima razón que el niño que así es enseñado por la vida en la lección fundamental resulta más sabio que el adulto que, al volver a un estado semejante, piensa en el suicidio y hasta lo comete; porque un niño, lejos de suicidarse, aunque vive la apretura más terrible, la congoja más fuerte que quizá experimente en todos los días de su existencia, resuelve que esperará a vivir, como si conociera esta verdad esencial: que la acción puede añadir comprensión, mientras que ciertas paradas que intentan ser paréntesis de reflexión filosófica para que ahora o nunca, esta misma noche, se descubra la verdad esperanzadora, porque no se puede seguir viviendo con tanta carga, son ineficaces, engañosas, mucho menos sabias, aparte de mucho más peligrosas.
Hay que tener la fortuna de encontrar medios alrededor que ayuden a descubrir que si, desde luego, uno no tiene idea de qué es vivir y de qué es morir, vale la pena, absoluta, incondicionalmente, vivir para ver si el enigma se va desentrañando; que es infinitamente interesante vivir para buscar la verdad, y que esto implica no dejar sabiduría posible sin consultar, lengua sin conocer, país sin visitar, piedra que no vayamos a remover por ver si debajo no hay una gota de claridad.
Quiero subrayar muy expresamente un aspecto de la situación crucial de esta edad en la que se acaba de entrar en la existencia propiamente dicha: el descubrimiento de que la ignorancia en que se está acerca de la misma existencia y acerca de la dicha, es más profunda y tensa de lo que suele creerse luego. Porque descubrir la realidad cierta de la muerte supone en seguida enfrentarse al dilema tremendo de comprender que no deseamos ni podemos desear quedar muertos para siempre, pero que tampoco nos cabe desear lo que, en principio, se aparece como única alternativa: seguir vivos para siempre. No sabemos qué anhelamos; no sabemos en realidad y con plenitud cuál podría ser la figura de una existencia que colmara las medidas de nuestra dicha. No sabemos, pues, qué es exactamente ser, vivir, existir.
La situación de las profundidades siempre es enigmática, apasionante, aventurera, como una apuesta, según el célebre texto pascaliano. Es, por todo esto mismo, una invitación inolvidable a la lucidez, a la reflexión, a la acción. Deseamos morir y resucitar a una vida cuya índole desconocemos por completo: resucitar dentro de la resurrección, por decirlo de alguna manera, para que no nos canse la vida cuya condición temporal ha de ser absolutamente diferente de la que tan bien conocemos ahora. Pero no poseemos ninguna representación, ni imaginativa ni conceptual, de un tiempo que no sea como es este tiempo de ahora en el mundo.
§ 3 El centro del alma y la esperanza absoluta
La lección principal que este lado de la experiencia matriz nos enseña es que el objeto de nuestra esperanza se encuentra más allá de cualquier expectativa que caiga dentro del horizonte del mundo, dentro del horizonte de esta vida. Esperamos lo imposible, si es que el concepto de posibilidad se mide por los parámetros de lo mundano. Esperamos, necesitamos, no menos que el ciervo que va muerto de sed por un desierto, lo que los ojos no han visto aún en parte alguna, ni han tocado manos humanas, ni han escuchado nuestros oídos: lo que supera, incluso, aquello que se dibuja como objeto cierto del anhelo más puro e intenso que haya albergado jamás un corazón de hombre. Estamos hechos con una temible y magnífica capacitas Dei, que nos llena de inquieta tensión, mientras no se nos conceda la sobreabundancia del don imposible. Pero en tanto vivamos en las condiciones del mundo, permaneceremos en la inestabilidad de la apuesta, de la búsqueda apasionada, del deseo insensato, de la generosidad extrema respecto de todo lo que hayamos ido reuniendo, que siempre será tan ridículamente insuficiente para el viaje en el que se nos ha introducido sin pedirnos antes opinión.
La perspectiva de esta profundidad tan necesitada de razón, de acción y de pasión es lo que confiere a la vida de un hombre no sólo esperanza que se atreve a llamarse absoluta, sino también confianza y amor, o sea, fortaleza, justicia y misericordia en tales cantidades y de tal calidad que no sea disparate denominarlas virtudes teologales.
Lo mejor de la fenomenología contemporánea de la religión se refiere a la centralidad de una así llamada experiencia inobjetiva del Misterio divino; y esto mismo dice la lectura de lo que se descubre en el que Unamuno describía como el hondón del alma. No es el poder de la realidad en torno quien me enseña el significado del término Dios –significado que trae consigo la existencia de su objeto, como sostenía san Anselmo, aunque sea por un camino que quizá no coincida con la principal vía que este gran pensador propuso-. Aprendo esta palabra capital de todo vocabulario humano al tomar conciencia de la tensión irreductible que anima desde su centro mismo mi existencia: que es mi maestro interior constante, yo más yo que yo mismo, vitalidad absoluta de mi vida, verdad completa demasiado densa para mi inteligencia y fin de mis fines.
Como decía maravillosamente Simone Weil, es tal la certeza de que no existe en ningún lugar del mundo el bien perfecto, que significa que existe fuera del mundo y que tiene en un rincón de mínima extensión de nosotros mismos su cómplice, su hechura dentro del propio mundo que tanto lo desconoce.
Los horizontes existenciales que se abren ante quien reconoce estas situaciones y estas verdades esenciales de ninguna manera, como podría quizá parecer a una mirada apresurada y superficial, son solitarios y ajenos a toda comunidad. Para señalarlo, me he permitido hace un momento elevar a la jerarquía de virtud teologal la forma máxima de la misericordia, por si alguien pasa por alto que la caridad teologal posee indudablemente esta dimensión. Y quizá fuera más claro hablar en el mismo sentido de compasión o de solidaridad, elevando así, por cierto, a la dignidad que merece este último concepto de hasta ahora tan vagos perfiles en la filosofía y la teología. Lo que la noción de solidaridad contiene fue también descrito de manera magistral por Unamuno, cuando se atrevió a afirmar que sólo ha aprendido el concepto de Dios un hombre que se haya compadecido hasta de la más lejana partecita de realidad que haya en el mundo: la estrella más remota, por ejemplo, o el menor de los pobres de Dios. El doloroso gozo de existir en riesgo, pendientes constantemente del compromiso para con la verdad, a cuya fe nos debemos so pena de malograr por completo la vida y contribuir en lo posible a malograr las vidas de los que nos rodean amorosamente, no nos abre tan sólo a la alteridad transcendente e hiperbólica de Dios, sino a las alteridades, a las individualidades precarias, de todos los demás hombres y, en última instancia, como han querido los mejores románticos, de todas las demás criaturas. Este mismo anhelo quebradizo que soy yo lo es también cualquiera cerca de mí que posea conciencia, y sin el fruto del amor entre los hombres careceríamos de las gradas que permiten la subida al monte de Dios. Ya Platón había entendido que Belleza es el nombre apropiado para la fascinación absoluta del Misterio divino, del Bien perfecto y transcendente; y que la belleza es la generosidad de que el bien aparezca representado en bienes imperfectos, donde se reflejan también nuestras carencias, pero que prometen –y entregan-, como consecuencia de la unión entre ellos y nosotros, no una suma sino una multiplicación de las respectivas riquezas.
Sin compasión profunda, sin amor real a los bienes precarios con los que compartimos vida y destino, no hay auténtica experiencia de la profundidad de la existencia, es decir, no hay amor a Dios ni hay esperanza absoluta ni se confía por entero en la realidad creada, sino que las virtudes teologales son suplantadas por unos remedos suyos con los que podemos quedar mortalmente conformes.
§ 4 Fidelidad, compromiso, arrepentimiento y sus contrarios
Todas las personas traen escrito en la frente, como decía la misma Simone Weil, el mandamiento básico: No me dañes, que mejor sería traducir en positivo: Ámame; dame testimonio creíble de que vives de la esperanza absoluta, de que no te has olvidado de Dios.
Por las más hondas razones antropológicas, es cierto que, empezando por ser la búsqueda de la verdad un compromiso individual de por vida, la búsqueda de la salvación, en la plenitud de su sentido, es de por vida un compromiso social, comunitario. El mismo Sócrates, que podría haber reservado para sí su saber, dio un paso mucho más allá de lo que le exigía el oráculo délfico y trató de demostrar a sus prójimos, en la mayor medida posible, que cuando la existencia se vive superficialmente, sin preguntas radicales, sin anhelo insaciable, es porque se funda en convicciones de tan malas raíces como la casa con los cimientos enterrados en la arena a orillas de una rambla. Y esta compasión suya lo llevó a la muerte, como al boddhisattva lo retiene entre los sufrimientos del mundo la necesidad de consolarlos todos antes de poder dejarse llevar a consumar la dicha por medio de la extinción del tiempo que conoce la muerte.
Kierkegaard reconoció que, sin embargo de nacer la existencia del modo que he tratado de evocar describiendo la que he llamado experiencia matriz, puede disolverse el significado profundo de los descubrimientos incipientes de la infancia en modos de vida que olviden precisamente la irreversible seriedad del paso del tiempo. Como en una recuperación de la edad de los juegos, el hombre joven puede dejarse llevar por la belleza creada hasta el límite de desatender por entero el sentido ascensional, en la dirección del bien transcendente, que de por sí debe tener el amor. En vez de subir hacia la unidad, persiste Don Juan en la simple variedad infinita de todas las realidades placenteras, marginando toda memoria de la muerte y, por ello, todo pensamiento propiamente moral. Sólo disfrutar de la efímera flor de las cosas posee para este modo de vida plena significación, y tanto más se goza del mundo cuanto más se recorren sus enigmas y más culto se es. La existencia estética, conforme al nombre ue Kierkegaard le da, amplía sus horizontes dedicándose a pensar todas las ideas, imitando, pues, la sabiduría auténtica: convirtiéndolo todo en pura aventura, pura cacería.
No se debe creer ni por un momento que se es un hombre moral o un hombre religioso porque se tiene en la cabeza pensamientos profundos, porque se ha leído mucho, porque nos hemos sentado a los pies de grandes maestros. Estéticamente se puede alguien casar, como se puede dedicar a vivir entre los pobres con voto religioso. Nada externo revela en qué estadio existencial se vive. El síntoma es sólo íntimo, y consiste en que para el estadio del juego, no hay nada que deje de ser posible por el hecho de que se haya optado antes por algo. En otras palabras, el estadio en el que sólo se juega y se goza de la belleza imperfecta de las cosas, es aquel en el que, aunque el propio sujeto crea a veces lo contrario, no existen decisiones auténticas, o sea, pasos, saltos existenciales, de los que no es posible volverse atrás. Por esto se puede decir que el que no ha salido de este modo de la vida nunca se ha resuelto definitivamente por nada. No ha vivido sino que sólo ha hecho experiencias, tanteos. Ha sobrevolado posibilidades, pero nunca nada ha sido para él de veras posible y luego real e irrevocable por haberse decidido en su favor.
Está en este estadio aquel hombre para el que todo paso que piensa haber dado puede en seguida, a voluntad, cuando el placer así se lo pida, ser también retirado. Don Juan ni siquiera posee el sentido duro y trágico de la traición, por más que sus víctimas lloren ante él. Piensa a lo sumo que echan de menos estúpidamente la cima del placer, que ya se sabe que es única y pasajera, que sólo se repite de alguna manera cuando cambiamos el objeto del gozo. Don Juan asume que sus amantes abandonadas simplemente no aman tanto, tan intensamente, como él, y que aún les queda mucho que aprender en la escuela de la vida estética.
Lo tremendo de esta descripción es la verdad de que se puede, en efecto, vivir como si no se hubiera vivido: sin haberse introducido de verdad en ninguno de los caminos de la existencia. Cabe ser superficial hasta el extremo de borrar todos los efectos de la experiencia con la que se abrió un día nuestra vida real.
Sólo existe aquel para quien hay dadas ciertas posibilidades y la necesidad de optar entre ellas, o sea, de realizar irreversiblemente alguna convirtiéndose él mismo en lo que ella es. Una vez que esta transformación real de la existencia se ha producido, nuevas posibilidades, antes impensadas, se abren ahora, mientras que las antiguas se cierran para siempre, dejan de ser posibles.
No hace falta siquiera subrayar que existe algo así como un compromiso serio consigo mismo –después corregiré este modo de hablar muy imperfecto-: simplemente ocurre que el que existe está introducido en un viaje auténtico, semejante a la ruta marina sin hitos previos, donde la detención es ya también un modo de avance, aunque pueda serlo hacia el fracaso y la desesperación.
No existir es, en cambio, mirar como un espectador el primer círculo de posibilidades, que realmente no se tienen porque se ha optado por la actitud de no optar por nada. Y uno cree ilusamente que podrá conocer mejor el mundo sin comprometerse con nada, sólo ampliando las vistas desde su atalaya por cualquier medio, entre los que destaca, desde luego, el refinamiento cultural. San Agustín se refería con una frase terrible a estos hombres –todos lo somos o lo hemos sido alguna vez, seguramente- que, por nada más que mirar y lamer imágenes, creen que están saciando con seres de bulto, de carne, su hambre. No hincan a nada el diente; para ellos no existe el tiempo todavía; no tienen sentido propiamente dicho del bien y del mal; ni siquiera pecan, de tan poco como viven; lo más que les sucede es que lamentan su incapacidad de imitar de veras a Don Juan, porque este prototipo sólo existe en el teatro, pero en la realidad no hay vigor como el suyo, no hay alegría despreocupada como la suya, y las mismas conquistas estéticas y donjuanescas dan mucho trabajo, terminan con penas y dejan un gusto de amargura sobre cuyas virtudes curativas y providenciales el mismo Agustín es elocuente hasta la exageración.
Kierkegaard ha visto los abismos de una vida para la que ningún fracaso erótico –en el amplísimo sentido que podemos dar a esta palabra, traducción de la agustiniana libido- trae de suyo un punto final. Cabe no despertarse jamás. Y los caminos del despertar son secretos, más aún que difíciles; están a nuestro alcance en todo momento, pero precisan de un ímpetu que tiene que venir, al parecer, como un socorro para el que no bastan nuestras fuerzas ni tampoco el golpe que nos dé ningún amigo bienintencionado. Sócrates creyó demasiado en los beneficios del diálogo. Hablar de temas profundos o trágicos, aunque sea hablar de esto mismo que ahora nos ocupa, no mueve, en principio, a nadie más que estéticamente. El secreto de la intimidad se lleva consigo la clave por la que cada hombre puede o no puede saltar más adelante. Y sin embargo, el que ha saltado y es consciente de que ha logrado transformar su existencia, desde luego que estará siempre lleno de palabras y recursos con los que procurar el socorro de las personas queridas a las que ve quedarse del otro lado del abismo. El hombre que vive ética o religiosamente aspira a que Sócrates tenga razón, en el fondo, y sea posible convencer con las palabras, con el ejemplo, con el testimonio de las obras, con los beneficios del amor y, en definitiva, haciéndose todo para todos con tal de ganarlos a todos.
Existen formas innumerables del amor, de entre las que el pensamiento occidental parece apenas haber entresacado unas pocas. Sigue pendiente una fenomenología más arriesgada y completa de este género sobreabundante de la forma central de la vida. Sólo explorando la auténtica variedad de tales fenómenos se podrá en el futuro alcanzar, al mismo tiempo que las bases de una doctrina espiritual renovada sobre la mística vivida comunitariamente –y en especial, dentro de la existencia familiar-, también una mirada más honda y completa sobre las maneras de enlazar la vida personal a la vida de los grupos humanos a los que se sirve.
En esta misma dirección, Rosenzweig y Levinas, los más interesantes pensadores judíos del siglo recién pasado, han propuesto una teoría de la praxis religiosa que entiende como gracia fundamental en la existencia de cada hombre la simple presencia del prójimo junto a nosotros. Según sus descripciones, la vida humana, más todavía que ser-en-el-mundo, es ser-con-el-otro-y-los-otros. Levinas ha llegado a escribir que el tiempo mismo propiamente no transcurre –lo que equivale a afirmar que para el hombre no se abren posibilidades que de veras lo sean y ya no regresen una segunda vez- más que a partir del momento en que a una vida se le presenta la alteridad profunda de otra vida. No ha puesto Levinas el acento tanto en los esfuerzos, los méritos y los trabajos que supone la conquista de esta alteridad, al revés que como hizo Kierkegaard, pero le otorga un papel del todo fundamental en cualquier toma de conciencia verdaderamente humana de la vida.
Sea como quiera, y sobre todo es gracia primordial de Dios y hasta revelación suya primordial, una mismidad que tiene noticia inolvidable de una alteridad queda, ya sólo por esto, introducida para siempre en la historia, en el pasar del tiempo, en el compromiso gravísimo de la responsabilidad moral.
El mandamiento sencillo y solemne de respetar como cosa santa la alteridad del otro hombre liga, en este sentido, a una radical fidelidad cuyo abandono no sólo será una traición moral sino el retroceso a un estado de barbarie prehumano. Da lo mismo que haya, tristemente, que comprender la historia y la política del mundo en términos en los que esta barbarie prehumana es el rasgo sobresaliente. A nuestra vida sólo le da sentido, sólo la orienta, no su soledad sino, al contrario, su definitiva perturbación por el hecho de que hay ante ella otro, otros, a los que se debe servir incondicionalmente, como un rehén, sin calcular antes la manera en que se nos devolverán los intereses y productos de nuestra entrega.
De acuerdo con estos pensadores del judaísmo, el quebrantamiento básico de la ley de Dios consiste en la negación práctica de la real alteridad de los otros; en tomarlos, en última instancia, como si fueran partes de nosotros mismos, o como si ellos y yo, al mismo tiempo, nos integráramos en una totalidad donde las diferencias respectivas se anularan. En todos estos casos, el deber incondicional de servicio al otro se somete a determinadas mediaciones, aparentemente muy sensatas, que, en realidad, sólo conducen a ponerlo en duda, lo que ya de suyo equivale a suspenderlo y a destruir, por lo mismo, su esencia de orden incondicional, o sea, absoluta, o sea, divina.
Y es que pensar demasiado en sí mismo es exactamente lo opuesto a pensar; ya de entrada, porque es una actividad de alejamiento de los deberes que tiende a crear en el espacio estrechísimo de la propia subjetividad un gran hueco irreal. Pensar profunda y largamente en el sentido de la existencia, las cosas y las otras personas, es un movimiento contrario al ilusorio pensar en y sobre sí mismo; y además, es cosa que sólo se realiza al calor y a la luz de la fidelidad para con los deberes ya siempre contraídos con los demás por el mero hecho de su presencia junto a nosotros como auténticas alteridades: como tú y él y ella, no como otro yo. Lejos de ser el pensamiento y la acción magnitudes que se contrarrestan, según solemos imaginarlas, colaboran a la misma tarea porque efectivamente son las dos caras de la misma realidad.
La fidelidad no es para consigo mismo, sino para con el sentido profundo, la verdad de la situación existencial de las profundidades, al mismo tiempo que para con los otros. El famoso fuero interno no es más que el escenario donde las voces de la existencia en comunidad se dejan oír. El destino personal es la prolongada confianza en que no se debe ni se puede hacer otra cosa que afrontar la verdad y cumplir con el mandamiento, o sea, tratar de seguir recibiendo la gracia de una esperanza absoluta. Y la esperanza jamás tiene esta calidad perfecta cuando sólo contempla a un sujeto aislado dentro de su horizonte de futuro. Este futuro de la esperanza absoluta no es el mío, sino el futuro de Dios, donde toda la realidad cabrá, y el presunto justo solitario habrá de pasar por el trance de hallarse sentado a la misma mesa de banquete que el pordiosero que le parecía indigno un rato antes, cuando se tropezó con él en el camino.
Naturalmente que el arrepentimiento y la enmienda del rumbo de la vida son fenómenos de radical legitimidad tanto moral como religiosa. Compromiso y fidelidad, precisamente, sólo se pueden tener y guardar respecto de los factores que aparecen en la situación de profundidad existencial: la verdad y los otros; no cabe fidelidad a las cosas o a las instituciones en tanto que tales, como tampoco existe en realidad la fidelidad a sí mismo, de la que tanta propaganda se hace todavía. Estas expresiones, que creo muy peligrosas – y que culminan en aquella otra, según la cual lo más difícil es perdonarse uno a sí mismo, cuando semejante fenómeno ni siquiera es posible-, confunden el carácter individual de la existencia, siempre movida hacia lo otro divino a través de los otros finitos, con una concepción de ella de índole material, donde sujeto quiere decir una cosa bien repleta de necesidades que hay que atender antes de mirar en la dirección de alteridad ninguna. Como sostenía la espléndida imagen conceptual de los metafísicos medievales, la verdad es que el pensamiento eterno que nos ha concebido a cada uno antes de querernos existentes en el mundo, constituye de suyo originalmente no una pluralidad incontable de ideas, una para cada individuo real, sino, al contrario, una única inteligencia que se conoce a sí misma con plenitud, de modo que las ideas sólo son la expresión ad extra de la riqueza insondable del Verbo de Dios. Ser radicalmente un individuo es lo contrario de ser una totalidad solitaria y autosuficiente. No tener especie propiamente dicha se opone, pese a las apariencias, a bastarse a sí mismo.
Pero esta condición moral y religiosa de la humanidad sólo se abre al pensamiento y a la acción cuando se logra dejar definitivamente atrás el predominio del juego y el gozo que caracterizan la existencia en su modo estético. No que la pasión se abandone como cosa abominable, sino que se la sobreeleva hasta que llega al rango de pasión infinita. Y yo mismo, por cierto, no puedo ser para mí el objeto de mi pasión infinita.
Las argucias del autoengaño son tantas como las arenas del mar. No se trata principalmente de receta alguna, pero sí se deberá recordar, como quien invoca aquello que solamente puede ser la señal que discierna en las horas oscuras, que la esperanza absoluta discrimina qué es fidelidad y qué no lo es, qué es arrepentimiento y qué es lo contrario del arrepentimiento, aunque venga vestido con sus galas.

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¿Qué es vivir siendo un filósofo? Evocación de Sócrates

La estrategia seguida por Sócrates en el discurso de defensa ante su tribunal consistió en empezar por poner delante de los ojos de los jueces la noción de la excelencia —definiéndola en lo que concernía a los presentes: acusado y jueces—, para, en seguida, distinguir dos acusaciones efectivamente presentadas contra él en medio de la opinión pública del Estado ateniense. Queda, pues, subrayado desde el primer instante que el tema de cuanto se propone aducir Sócrates desde la tribuna de oradores de la Heliea es, justamente, cómo debe vivir el hombre que realmente se ocupa en ser lo mejor posible, que busca de veras la excelencia, la plenitud.

En cuanto a las dos acusaciones, como es natural, sólo una de ellas —la reciente— poseía vigencia jurídica; pero el punto en el que Sócrates insiste y en el que funda su modo de proceder es que la querella actual tiene su origen en la aceptación, mejor o peor intencionada, de la auténtica, profunda e inveterada acusación, que corría por el Estado desde un cuarto de siglo antes, cuando la corroboró Aristófanes en el teatro. Verdaderamente, la posición de Sócrates es que nadie hace el mal sino ignorante de lo que en realidad está haciendo. Luego en los acusadores de todos los tiempos, y especialmente en los recientes, no hay que creer que la mejor o peor intención se basa siempre en la plena conciencia de lo que traen entre manos.


Sócrates pretende, pues, que se ha difundido por el Estado una falsa fama acerca de él, la cual, sea cual sea su origen, ha formado ya parte de la educación de la joven generación que lo trae ante el tribunal. Ésta alega que Sócrates ha violado la ley del Estado en dos puntos. En primer lugar, es un ciudadano impío, que no permanece fiel como se debe a los dioses del Estado, sino que se atiene a una religiosidad nueva. En segundo lugar, corrompe a la juventud —evidentemente porque la contagia de su ateísmo, o sea, porque se lo enseña de alguna manera, ya con la conducta, ya con la palabra, ya sirviéndose de los dos métodos a un tiempo—.

La políticamente perjudicial enseñanza de una innovación religiosa es, entonces, el modo en el que Sócrates, según sostienen Ánito, Meleto y Licón, viola la ley del Estado ateniense.

Sócrates es consciente de cuál es el punto de apoyo para esta acusación. La innovación religiosa que alegan en su contra —y de la que deducen inmediatamente su difidencia respecto de los dioses del culto estatal— no puede ser otra que un hecho que le sucede desde la infancia y del que él no hace el menor misterio. Al contrario, prácticamente Atenas toda ha oído hablar de esta peculiaridad de Sócrates y, por ello, no es el acusado el único que la vincula con la primera línea de la alegación de Ánito, sino que todo el mundo piensa respecto de este asunto como el propio Sócrates.

Se trata, en efecto, según cree Sócrates, de algo divino o demónico, que sucede en él con mucha frecuencia, como cosa sencillamente habitual. Es una voz tan sólo oída por Sócrates, que siempre resuena en su interior cuando se dispone a emprender alguna acción, y siempre le advierte para que la reprima. Esta voz nunca incita positivamente a actuar, sino que sólo retrae de cierta determinada acción inminente. En muchas oportunidades, el acto contra el que se pronuncia parece cosa de poca monta; pero siempre ocurre que va a ser, de hecho, un acto incorrecto, algo que, en algún sentido, no debía intentarse. Naturalmente, que sea así sólo se descubre —y es de suponer que no siempre— después de que pasa la ocasión en la que Sócrates iba a actuar en determinado sentido del que se abstuvo obediente a su voz. En el mismo momento en que ésta se deja oír dentro, Sócrates no sabe todavía que no debe hacer lo que se propone. Y justamente en ello radica la confianza que él tiene en la divina procedencia de estos avisos frecuentes: son verdaderos signos, verdaderos presagios que nunca han estado equivocados y que suelen protegerle maravillosamente. No ha habido un solo caso en que haya comprobado luego que su voz le advirtió contra algo que debiera hacerse. Semejante infalibilidad, semejante penetración en la verdadera naturaleza de la vida humana y tanto cuidado particular con él, le obligan a aceptar que es el sujeto de un divino designio.

Como Sócrates no se ha recatado de hablar de esta voz, en cierto modo ha enseñado sobre ella, la ha difundido como si se tratara de su divinidad particular y privada —puesto que se ve que los demás no la perciben ni aun cuando Sócrates les llama la atención sobre su existencia indudable en él mismo—. Y como Sócrates está rodeado sobre todo por gente joven, entre ella ha reclutado a sus alumnos en esta innovación religiosa. Porque no hay duda de que una divinidad privada es una divinidad nueva; y tampoco hay, al parecer, duda en Ánito y los suyos de que quien se sabe bajo la protección de un dios propio, no puede ya pensar seriamente en la divinidad de los dioses del Estado. Pero como estos dioses desempeñan un papel esencial en la comunidad, el atentado de la enseñanza que induce a despreciarlos es un atentado que interesa al Estado mismo. De hecho, la ley se hace expresamente cargo de la necesidad de condenar a quienes violan la religiosidad establecida como condición de la ciudadanía ateniense.

En realidad, sería necesario demostrar exactamente que la fe de Sócrates en su divina señal, aunque no se transmita a sus amigos en la forma de llegar a ser también para cada uno de ellos una voz habitual, al menos les lleva hasta el desprecio de los dioses del culto del Estado. Habría que probar que existe este desprecio criminal y que ha sido el efecto de la enseñanza de Sócrates acerca de su Dios audible en el interior del individuo.

El ateísmo peligroso, ilegal, de los jóvenes amigos de Sócrates tendría, por otra parte, que ser un delito posterior a la amnistía concedida cuando la restauración de la constitución democrática en Atenas, o sea, en los últimos cinco años, aproximadamente. Quince años antes, en plena guerra, cuando la expedición a Sicilia iba a zarpar, sucedió el escándalo de la profanación de las estatuas de Hermes y la divulgación del secreto de los misterios eleusinos, y Alcibíades, que después se condujo con tal veleidad y tales ambiciones, fue, desde luego, relacionado con aquellos hechos. Alcibíades había sido el más amado por Sócrates entre los jóvenes de su generación; y, además, el desastre de la expedición de Sicilia, que fue el principio del fin de la guerra, se puso en fácil relación con los atropellos del culto estatal que lo precedieron.

No mucho después, a raíz de la derrota ante Esparta, el impío gobierno oligárquico llamado de los Treinta, que hizo exiliarse de Atenas a los principales demócratas, fue dirigido por Critias, otro de los hombres que en su juventud más frecuentó Sócrates. Critias era de la misma familia ilustrísima que Cármides, otro joven muy amado por el extraño personaje que decía oír una señal del Dios que nadie más percibía; y en la actualidad Platón, todavía muy joven, miembro de la misma familia, se había vuelto asiduo del mismo maestro.

Critias, Cármides y Alcibíades estaban ahora muertos; pero Platón y otros hijos de familias muy importantes amenazaban con prolongar, en los nuevos tiempos, después de las horrendas convulsiones de las décadas recién pasadas, las mismas amenazas de impiedad respecto de la democracia y sus dioses que, seguramente, había inspirado en los demonios del pasado el mismo maestro impenitente de varias generaciones de jóvenes llamados a liderar la política de Atenas.

Este peligro actual, unido al resentimiento antiguo, fragua en el atrevimiento de intentar la condena de Sócrates, después de que por lo menos durante treinta años este hombre, ahora un anciano de setenta, hubiera formado parte del paisaje cotidiano del Estado.

Hasta aquí las implicaciones y los supuestos evidentes de la acusación reciente. ¿Cómo se vincula toda ella con cierta antigua y muy extendida falsa celebridad de Sócrates, que nunca antes llegó hasta los despachos del magistrado que se ocupa en Atenas de la instrucción de los procesos de ateísmo?

Acabamos de ver que una de las condiciones necesarias para la verosimilitud o la misma verdad de la acusación de Ánito y los suyos sólo se cumple muy imperfectamente. Una cosa es el pasado indudable, una cosa son Critias y Alcibíades y los que los ayudaron; y otra muy diferente —sin embargo, la única que realmente se podía juzgar en la actualidad— es Platón y los demás jóvenes que menciona con sus nombres Sócrates. Precisamente una parte de su defensa, como no podía ser menos, la basa éste en aducir los casos presentes de jóvenes amigos suyos, muchos de los cuales asisten al juicio y están ahí rodeados por sus parientes, como otras tantas evidencias de personas de las que de ninguna manera se podrá decir con justicia que están corrompidas. Y si lo están secretamente, por lo menos tiene ese mal ya que haber producido un contagio de males entre los que están próximos a estos hombres. Descontando el caso de Sócrates, o sea, suponiéndolo todo lo malo que dice Ánito que es, quedan en pie los casos de los demás padres, tíos y amigos maduros, de los que es demasiado, desde todos los puntos de vista, pretender que son todos gente perversa y ateos. Como de la compañía del mal se sigue inevitablemente algún perjuicio, ¿es que nadie lo ha sentido, entre tanta gente inteligente y demócrata? Porque es bien fácil hablar ahora mismo contra el acusado en el tribunal, si se tiene prueba en contrario. Él mismo invita a hacerlo.

Nadie se levanta. Al contrario, cuando la condena se va a pronunciar, los perjudicados por Sócrates, según Ánito, ofrecen, de acuerdo con sus respetables mayores, todo su dinero, con tal de rescatar la vida del amigo.

Así, Ánito no parece estar en condiciones de presentar una prueba que, sin embargo, es necesaria para que la segunda tesis de su acusación pueda ser verdadera. Sócrates quizá corrompió antes de la amnistía a gentes que después perjudicaron al Estado espantosamente; pero tales delitos ahora no se pueden juzgar ya. No hay pruebas, sino sólo expectativas, de que de nuevo la amistad de Sócrates esté corrompiendo a otros. Pero si faltan las evidencias de esta corrupción, cae la segunda violación de la ley que se atribuye a Sócrates. Sólo podría basarse su condena, con arreglo a la justicia, en la primera: la innovación religiosa, o sea, el ateísmo respecto de los dioses del Estado.

Ahora bien, ni siquiera en el remoto pasado, en los años anteriores a la amnistía, se ha negado Sócrates, en forma escandalosa, a rendir culto a las divinidades de Atenas, y mucho menos aún se la ha podido implicar en afrentas como la mutilación de los hermes o la difusión del sagrado secreto del santuario de Eleusis. Ánito y los que le siguen tendrían que demostrar que hay necesaria vinculación entre la voz divina que escucha únicamente Sócrates y la deslealtad para con los dioses de Atenas. Y no es bastante, en absoluto, con que prueben, quizá, que no se puede o se debe creer a la vez que existe el Dios cuya voz oye Sócrates y existen también los dioses a los que se adora públicamente según las leyes del Estado. Aquí no se trata de la creencia, que queda perfectamente fuera del ámbito al que se extienden las leyes. De lo único que puede tratarse es de actos de profanación como los que se habían vivido en la Atenas de los años de la guerra, o de actitudes semejantes, como la propaganda atea de un tal Diágoras, que sobre todo era hacer irrisión en público de las actividades religiosas del Estado y animar a otros a la misma burla.
Pero no hay el menor rastro de tales delitos en la conducta de Sócrates. Es evidente, por tanto, que lo esencial de la acusación es la idea de que corrompe a los jóvenes este maestro desligándolos de los sagrados respetos y compromisos que un ciudadano de Atenas tiene contraídos, por el mero hecho de serlo, con los dioses tutelares del Estado, últimas instancias que justifican la existencia de Atenas como una comunidad política. Y como esta acusación es menos que débil, no se puede sacar del hecho de que haya sido presentada otra consecuencia sino que Ánito es un hombre muy poderoso y Sócrates alguien a quien él aborrece profundamente y de antiguo. Porque también hay que tener en cuenta que si no prosperaba una acusación de modo que consiguiera, aun siendo derrotada, un buen número de votos favorables, podía volverse duramente contra el que la había iniciado.

Ánito no puede probar limpiamente sus cargos contra Sócrates, pero tampoco teme —aunque es verdad que pone por delante, de hombre de paja, a Meleto— una acusación contra él mismo por cosechar un número ridículo de votos en su favor. Luego es verdad que hay que retrotraerse al pasado —o, a la vez, a la profundidad de la conciencia del acusador y de los jueces— para entender cabalmente que a Sócrates se le traiga ante el tribunal a estas alturas de su vida y después de tantos acontecimientos decisivos como Atenas ha vivido en los años de la madurez del filósofo. Sócrates tiene toda la razón en buscar en lo oculto del tiempo y de la conciencia las raíces de este proceso.

Pero también es verdad que esta revelación de lo oculto, este no atenerse simplemente a los hechos juzgados, es ya el principio de su condena. Si al defenderse se hubiera limitado a lo que la ley tenía que tener a la vista, las cosas habrían resultado tan sencillas como nos lo han sido a nosotros ahora mismo: no hay pruebas de la corrupción que se alega y no hay pruebas del ateísmo de Sócrates. Por lo mismo, aun suponiendo que Sócrates sea en su fuero interno un ateo y aun admitiendo que su amistad es una forma de enseñanza, y que el centro de esta enseñanza sea el ateísmo del maestro, o bien se trata de un mal enseñante, o bien el ateísmo recibido en sus oyentes no ha pasado del ámbito de la creencia —que ni se juzga ni le importa propiamente al Estado ni a ninguno de los acusadores y los jueces—.

En cambio, al investigar en voz alta la antigua acusación, Sócrates se introduce precisamente en los fondos cuya agitación podrá encubrir la claridad de la falta de base de la presente acusación.

Al obrar de esta manera inesperada —o que no debería esperarse de quien se ve obligado a pleitear por su vida—, y siempre suponiendo que Sócrates tiene perfecta conciencia de lo que hace —además, la voz del Dios no avisa en contra de esta conducta—, o bien Sócrates quiere ser condenado, o bien es que no debe (no puede) obrar de otro modo. Pero Sócrates sostiene que no quiere ser condenado, sobre todo para que ello no redunde en perjuicio de Atenas misma. Su defensa es, en realidad, una defensa de Atenas, entre otras razones más, justamente por ésta. Luego se impone la conclusión de que, al obrar como lo hace, al introducirse en las oscuridades del pasado y del fondo de las conciencias de todos los presentes, Sócrates obra de la única forma que se compadece con lo que él sustancialmente es. Obra como debe obrar según su naturaleza. Esta naturaleza es la filosofía. Así, al referirse a los antiguos, primeros y más temibles acusadores, Sócrates actúa precisamente como filósofo y en defensa tanto de la filosofía como del Estado ateniense.

Si ahora interesa conocer el texto de la antigua calumnia, también, e incluso más, importa saber en seguida cómo entiende Sócrates la filosofía y cómo concibe que le cabe a él, el día de su juicio, defender no tanto su vida cuanto al Estado ateniense.

En realidad, sólo desde la perspectiva de cómo concebía Sócrates el ser del filósofo puede avanzarse sobre terreno seguro hacia la comprensión de por qué remover en el momento aparentemente más inoportuno la antigua acusación. Y también sólo desde aquella perspectiva se podrá entender suficientemente la manera peculiar en la que esta calumnia vieja es presentada ahora por Sócrates, y el modo en el que la refuta ante el tribunal.

Por tanto, comencemos por el verdadero principio: ¿qué es vivir siendo un filósofo? Ante todo, es vivir dialogando, o, lo que es lo mismo, en el perenne examen de sí y de los interlocutores. Éstos no se eligen propiamente: cualquier conciudadano o cualquiera que pase por Atenas es en potencia un interlocutor de Sócrates.

Pero ¿en qué sentido el diálogo es, precisamente, un examen perenne de sí mismo y todos? De todos, pero de uno en uno. Se dialoga en medio del espacio público, bien en la plaza del mercado, bien en el gimnasio, o hasta andando por las calles; y, naturalmente, también en los banquetes o en las reuniones eruditas en casa de algún particular. Lo que significa que ninguna de las palabras de un diálogo está reservada a unos pocos destinatarios. Por principio, no hay nada en un diálogo que no pudiera ser dicho en otro diálogo cualquiera y en otro escenario y entre otras dos personas.

Sin embargo, un diálogo es una trama de preguntas y respuestas, tal que uno de los interlocutores tome el papel de interrogador por un tiempo y esté siempre dispuesto a aceptar el otro papel, el de interrogado, cuando la marcha misma del diálogo lo requiera. Sócrates prefiere el papel del que pregunta, pero sobre todo en el principio de un diálogo, que, una vez abierto, con frecuencia obliga a Sócrates a intercambiar papeles con aquel a quien empezó preguntando.

He aquí la difícil estructura, a la vez singular y universal, del diálogo. No se entiende sin dos y nada más que dos personas, si se lo toma fraccionado, en cualquiera de las fases en las que se lo divida. Cuando caemos en mitad de un verdadero diálogo, siempre nos encontramos escuchando las reiteradas preguntas de un hombre y las reiteradas respuestas de otro. Pero, precisamente, siempre puede alguien caer en la mitad de un diálogo, de modo que más bien el diálogo es entre tres que entre dos; y si es entre tres, entonces, por lo mismo, también es, esencialmente, entre tantos cuantos puedan de hecho oírlo.

Así, si la filosofía es vivir dialogando, pero el diálogo tiene estas características sobresalientes ya a primera vista, ¿por qué no va a haber un diálogo que incluya en su espacio, por ejemplo, a quinientas personas, a mil personas? Los jueces en la Heliea eran aquel día quinientos, y habría sin duda varios centenares más de personas que habían entrado en el recinto y estaban escuchando. Sócrates no pregunta, sino que habla largamente; pero ¿es que sólo son preguntas las que indudablemente lo parecen de entrada, breves y dichas con la entonación característica?

Sólo se puede pensar que hacemos justicia a Sócrates si tratamos de comprender su apología de Atenas y de sí mismo como un acto más de su vida de filósofo y, por lo mismo, como un diálogo que implicó a un millar de atenienses y que implica a todos sus lectores futuros. Sólo si la evidencia resulta después contraria, estaremos autorizados a retirar esta hipótesis de comprensión global de la defensa de Sócrates.

Ahora bien, ¿por qué un diálogo es, precisamente, un examen de quienes intervienen en él? ¿Quién examina y de qué a los interlocutores?

Hemos de suponer que este escrutinio lo sufrimos al mismo tiempo todos los que dialogamos: el que pregunta, el que responde y todos los que escuchan o leen. No es que el que pregunta examine al interrogado ante el tribunal de los que asisten mudos al encuentro; sino que Sócrates pretende que participar de un diálogo es aprestarse a sufrir, juntamente con todos los demás participantes, un examen. No hay, pues, nadie que examine; o, lo que es lo mismo, cada uno se analiza a sí y, por ello, a la vez a todos los demás.
¿Cabe una cosa como ésta?

Ante todo, en el diálogo, en la filosofía, lo único que se hace, en cierto sentido inmediato, es hablar y escuchar. Las palabras que se entrecruzan en el espacio del diálogo son, justamente, aquello que da su nombre al acontecimiento entero. ¿Cómo puede alguien, por el hecho de manejar palabras, examinarse a sí mismo a la vez que examina a todos los demás participantes en el diálogo, incluidos aquellos que él no puede ver, porque se limitarán a leer, muchos siglos después, el registro de las palabras que fueron pronunciadas en cierto lugar y cierto día? Sólo puede ocurrir algo como esto si es que las palabras son el instrumento a la vez que el criterio del examen en cuestión, y sólo si es que las palabras son tan uno mismo como cualquier otro que las use para preguntar, para responder o para escuchar o leer.

Yo que me examino a mí mismo dialogando, a la vez que examino a Sócrates y a sus jueces, tengo que desdoblarme de alguna manera para poder ser el sujeto y el objeto de mi examen, pero de un modo tan sorprendente que este desdoblamiento lo sea siempre de mí mismo y en mí mismo y por la virtud de un instrumento cortante que también sea yo mismo. En cualquier otro supuesto, no será cierto que me esté examinando. Pero a la vez ha de ser verdad que toda esta identidad de sujeto, objeto, instrumento y criterio del examen, es identidad mía e identidad de los innumerables participantes potenciales en el diálogo.

No hay modo de expresar esta extraordinaria situación mejor que diciendo que aquello que permite el diálogo y se erige en criterio suyo es, realmente, la cifra de mi identidad conmigo mismo y de las identidades de todos los que dialogan. Este elemento es, precisamente, la palabra. Luego habrá que pensar que es ella la clave de mi identidad conmigo mismo y de las restantes identidades de los que dialogan. Las palabras del diálogo son (soy) yo mismo, precisamente según aquello en mí que me permite volverme sujeto y objeto simultáneo del examen. Pero igualmente son esas palabras Platón y Sócrates y Ánito, por lo menos en aquella zona de ellos que hace posible esta positiva identificación en cada uno del sujeto y el objeto del examen dialógico. La palabra (del diálogo) soy yo en tanto que instrumento y criterio del examen que me tiene a mí por sujeto y objeto; pero es asimismo Sócrates y Platón y Ánito...

Concentremos este resultado así: digamos que las palabras del diálogo son el criterio del examen del hombre y, por ello mismo, la parte más excelente de la identidad de cada hombre. El criterio de mi identidad es algo mío, es parte eminente de mi identidad, y por esta misma eminencia es también parte y criterio de cualquier otra identidad humana. En cierto modo, lo más propiamente idéntico a mí mismo —como que es el criterio para el examen de mí por mí mismo— es la palabra supraidéntica (permítaseme la expresión). La eminencia de mi autoidentidad, de mi autoidentificación, es, por decirlo de alguna manera, más yo que yo mismo; y al serlo, es más yo que cualquier yo humano. No hablamos, propiamente, nosotros, sino el yo supraidéntico en cada uno (el yo impersonal, habría dicho Simone Weil), gracias al cual y bajo su criterio podemos identificarnos con nosotros mismos todos examinándonos según él.

Más yo que el yo es la palabra.

Pero nada de esto es posible a no ser que cada uno seamos algo más y diferente de las palabras del diálogo. Yo soy mis palabras —que son más yo que yo mismo— y, además, soy también algo distinto. Algo menos yo que yo mismo, que surjo de la inadecuada identificación—gracias a las palabras— entre las palabras y este factor subidéntico, si también se me permite esta otra expresión.

Desde luego, otras identidades no tienen este aspecto ni se dejan pensar con este modelo. La piedra es ella misma sin palabras, sin examen, sin identificación inadecuada de ella consigo misma a través de las palabras y sobre la base de dos factores, de los cuales uno deba llamarse supraidéntico y el otro deba llamarse, en correspondencia, subidéntico. Es la identidad del hombre la única que presenta esta tensión, este dinamismo interior irremediable. Hasta el punto de que, en sentido literal, una vida sin examen, sin diálogo, sin filosofía, sin autoidentificación inadecuada según las palabras y lo otro que las palabras, no es vivible para el hombre. O el hombre deja de ser tal, o es ya interlocutor en un diálogo. Sin examen, sin filosofía, sin diálogo, sólo hay vida biológica, pero no vida humana.

¿Qué puede ser ese factor que sobre todo se pone a examen a la luz de la palabra que soy yo y soy más yo que yo mismo? ¿Cómo puede retraerse del diálogo un hombre alguna vez? ¿O es que en realidad no se aparta nunca un hombre del diálogo, de modo que cada una de las acciones de su vida propiamente humana es tanto un acto como un acto de diálogo? Pero ¿es que entonces toda forma de vida propiamente humana es ya de suyo filosofía? ¿No es más bien la filosofía, como testimonia la peculiar vida de Sócrates, una forma poco frecuente de la existencia del hombre, pero tan valiosa que debe practicarse aun a riesgo de morir juzgado injustamente por el tribunal?

Cabe también la posibilidad de que hayamos exagerado en la confianza que merecen las afirmaciones de Sócrates. Nos hemos dejado llevar por las consecuencias de ellas hasta este punto, que a muchos se les antojará lejano y arduo, pero que se sigue sin duda sencillamente de lo que proclamó Sócrates ante su tribunal.

Por una parte, parece que sería muy necesario preguntar a Sócrates acerca de qué es este examen perenne y universal que realiza el diálogo en que la filosofía consiste; pero en realidad la respuesta está ya dada. Si es examen de mí mismo, sea yo el que pregunta, el que responde o el que asiste en silencio, es que las palabras resultan capaces de juzgar, desde mí mismo, lo que soy realmente. El examen lo es de mi identidad, de mi mismidad.

Pero entonces es que se trata de discernir en mí, gracias a las palabras que yo soy en modo eminente y supraidéntico, lo que realmente soy, de aquello otro que también, pero no realmente, estoy siendo. La distinción se hace dentro de mí, entre mi identidad real y mi falsa identidad: entre lo que me une en la supraidentidad humana (y siempre mía) y aquello que me separa falsamente, aquello que no es en mí simple y transparente palabra de diálogo. La acción de dialogar realiza, pues, el perenne acercamiento de mí a mí mismo por eliminación de lo que soy yo también, sólo que falsamente, en la oscuridad que no dialoga, en la mala identidad del apartamiento meramente biológico respecto de la supraidentidad dialógica de todos los hombres.

Este descubrimiento es muy importante, pero aún no está bien expresado. El yo que falsamente soy consiste también en palabras, si miro mejor las cosas, porque sólo en este supuesto cabrá examinarlo según las palabras. Lo que falsamente soy es palabras también, pero, justamente, falsas palabras falsas. Realmente, productos de lo que tengo en mí más alejado de la luz del diálogo. Palabras falsas, que son además falsas palabras porque expresan lo que en mí es silencio, cerrazón a las palabras del diálogo, exclusión y meramente vida subhumana.

Pero no debemos olvidar que si siempre hay que continuar el diálogo, es justamente porque la identificación plena que busca el examen no culmina nunca: el silencio sorprendentemente locuaz que también somos, sólo que falsamente, es el contrario inevitable de la palabra. Ambos se condicionan mutuamente y, por lo mismo, se acompañan siempre, como las distracciones en un diálogo largo, como el sueño que corta la vida propiamente humana.

Sócrates trató de hacer comprensible para sí mismo y para sus amigos y sus jueces este estado de cosas que somos nosotros mismos en cada instante. Se sirvió de expresiones aparentemente más fáciles que las que he usado yo, pero deja caer en medio de ellas también algunas decisivas de entre las que ahora hemos empleado en nuestro común esfuerzo por emprender o reemprender el diálogo con Sócrates. Él dijo siempre que las palabras del diálogo, que ciertamente examinan la identidad de todo hombre, y no lo adyacente a esta intimidad, tratan de la excelencia del hombre como tal, en la plenitud de sus relaciones interhumanas, o sea, como miembro de su comunidad política. Definía así Sócrates la filosofía como un diálogo interminable en torno a la excelencia ciudadana, o, aun más primariamente, como el efectivo cuidado vigilante por esta excelencia (y por sí mismo, y por la identidad de todo aquello que la tiene propiamente humana y ciudadana).

La primera calumnia no sólo implica, sino que incluso contiene la segunda. También en ella, desde luego, la corrupción de la juventud que más peso político está llamada a tener es la parte principal. Lo realmente grave e indeseable es el reflejo político de la acción de Sócrates, y no, naturalmente, la influencia meramente privada que alcancen sus ideas y sus comportamientos.

Una corrupción esencial de los herederos del poder en el Estado es siempre un problema religioso, una cuestión de últimos fundamentos del actuar y del ser. Quien aparta a los jóvenes de lo que el Estado espera de ellos, tiene que valerse de algún tipo de método educativo nuevo: introduce una innovación fatal justamente en lo que concierne al modo como se transmiten de generación a generación las pautas fundamentales de la conducta y del pensamiento que convienen al Estado.

La única variación notable entre vieja y nueva calumnia es que en aquélla no se tomaba en cuenta la voz divina que suele oír Sócrates. La época no paraba mientes en una cosa tan inofensiva y quizá hasta tan religiosa. Lejos de eso, con más generosidad, en cierto sentido, y con más vigor, se limitaba a confundir a Sócrates con uno más del grupo de los que innovaban en materia de formación de la juventud. Puede que los viejos acusadores fueran tan poco perspicaces para el matiz como los jóvenes, y seguramente su intención no era mucho mejor que la que abriga Ánito; pero, al menos, eran más sensatos y consistentes en su empeño.

La mencionada innovación en lo que hacía a la formación de la juventud ateniense más poderosa consistía, en primer lugar, en que hubiera quienes se presentaran ante ella profesando explícita y hasta orgullosamente ser expertos en educación, distintos de los educadores tradicionales, que no reclamaban para sí ningún tipo especial de preparación. Sólo gracias a que alguien eleve esta pretensión de educador profesional y experto, tiene sentido que se interrumpa la cadena tradicional de la formación de los jóvenes. Quienes de entre éstos disponen de tiempo y dinero suficientes, se atreverán a desligarse de los que se suponían que iban a ser sus educadores, para establecer un vínculo nuevo con esos esenciales extranjeros que han venido a inmiscuirse en un asunto que afecta a las bases últimas de la organización del Estado.

A semejantes hombres presuntamente hábiles en educar se les aplicaba el muy adecuado calificativo de los expertos por antonomasia. Sin duda, un experto en la formación de hombres lo es en algo mucho más importante que un experto en la formación de animales o que cualquier otro que lo sea en la mera elaboración de lo material o de lo que vive sin conciencia de hacerlo; aunque sólo sea porque el hombre es quien maneja y conduce, en múltiples formas, a los restantes seres vivos y no vivos, con la excepción de los dioses y de las fuerzas superiores de la naturaleza —si es que entre éstas y los dioses hay alguna diferencia—.

En griego, al experto por antonomasia se la llama el sofista. De modo que la confusión de Sócrates en el género de los sofistas es la clave de la antigua acusación; y, por lo mismo, no en las ridiculeces sobre la voz demónica, sino precisamente en esta confusión ve Sócrates la raíz de que no se le entienda, no se le acepte y vaya a terminar por condenársele (de hecho, la sorpresa mayor que recibió Sócrates el día de su juicio fue comprobar qué alto número de conciudadanos, aun no habiéndole entendido cabalmente, le absolvían porque, siquiera, eran capaces de seguir distinguiendo lo legal de lo ilegal).

Sócrates afirmó que, en realidad, esta confusión terrible todavía abarcaba a más que a introducirlo a él en el mismo saco que a los sofistas. Lo que la gente de Atenas, lo que la masa conservadora de la ciudad y sus portavoces, los comediógrafos, habían hecho, era mezclar a los sofistas con los investigadores de los fenómenos del aire, del éter y de las profundidades subterráneas.

Atenas ha confundido dos grupos de presuntos expertos bien diferenciados: los llamados fisiólogos y los llamados sofistas, y ha tomado después a Sócrates por uno de los miembros de esa clase confusa, cuando la actividad y el propio ser de Sócrates, según declara él tajantemente y desde siempre, son los de un no-experto, los de un puro particular, uno de tantos. ¿Qué ha permitido este torbellino de mezclas?
Ante todo, antes incluso de intentar una respuesta directa a la pregunta que acabo de formularme, hay que observar que Sócrates pone así a los ojos de los jueces un punto muy fuerte de su defensa, por más riesgos que corra al levantar los fantasmas del pasado. Este punto es que sus actuales perseguidores están, en realidad, acogiéndose, por ilegal que sea, a las mismas leyes con las que se iniciaron procesos de impiedad en la época de Pericles y se siguieron planteando después, durante la guerra. Las comedias que atacaron hace veinticinco años a Sócrates en realidad reclamaban que las gentes lo acusaran también a él de la impiedad que creían haber visto en Anaxágoras el fisiólogo y en Protágoras el sofista. Aquellas calumnias peligrosas, que, sin embargo, no surtieron ningún efecto legal ni atrajeron sobre Sócrates ninguna calamidad privada, estaban ya basadas en la confusión de Anaxágoras con Protágoras y de ambos con Sócrates y con cuantos pudieran parecérseles hasta cierto punto.

Volvemos con ello a la cuestión de la apariencia que pudo dar lugar a la confusión. Y vemos siempre que su clave está en tratar de la misma manera a quienes entran en contacto con la juventud separándola o, al menos, distrayéndola de la continuidad esperada de su educación tradicional. Es el trato frecuente con los jóvenes, en la medida en que cambia los hábitos tradicionales de éstos, lo que levanta las iras de la gente, naturalmente después de que se ven claras las consecuencias políticas de esas innovaciones y resultan ser nocivas o simplemente molestas para un número grande de ciudadanos conservadores.

Lo que los antiguos calumniadores dan por supuesto es que todo trato asiduo es enseñanza, en un sentido, y aprendizaje, en el opuesto. Y como este trato es hablar, dan por entendido que hablar es, en las circunstancias en que lo hacen o Anaxágoras o Protágoras o Sócrates (un hombre maduro entre muchos jóvenes), enseñar y aprender. Enseñar, además, al modo en que un jarro lleno de agua se vacía en los vasos: uno sabe y vuelca su saber, y los demás no saben y se limitan a recibir el saber que fluye en ellos por el medio alado de las palabras; oídas las cuales, el bien o el mal que deban hacer queda inmediatamente hecho, porque son una mercancía que, a diferencia de lo que pasa con el aceite, el vino o el pan, no se deja almacenar primero en algún recipiente y examinar luego por un verdadero experto. Las palabras son asimiladas nada más ser escuchadas. Y escuchar es llenar el propio hueco con lo que llena ya de antes al maestro (no las palabras, sino aquello que ellas reproducen y trasladan, porque el maestro, aunque vierta palabras, no se vacía de su saber).

La vieja calumnia no recuerda que estar en contacto y hablar pueda ser diálogo. Para ella, la diferencia de edad y el hecho de que sean mayoría los jóvenes en un determinado círculo de trato cotidiano no tradicional, es ya suficiente prueba de que las palabras que corren en el interior de ese ámbito son fragmentos de lecciones.

Por otra parte, el fisiólogo es el que investiga, como dice su nombre, el origen del que proceden las cosas que conforman la totalidad de lo que existe a ojos vistas. Lo que rodea al hombre en su vida cotidiana, incluido el propio hombre, aparece, ante la mirada de estos presuntos expertos, como el conjunto total de lo que debe ser explicado, en su existencia y sus modos de ser, retrotrayéndose al hallazgo de su primer origen. ¿De dónde procede la totalidad de lo que evidentemente existe? Y ya este plantear tal cuestión es haber empezado a responderla con las palabras: Todo no es, en el fondo, más que… En el lugar de los puntos suspensivos se debe colocar el nombre auténtico de aquello de lo que se origina todo, o sea, aquello que propiamente todo es, aunque no lo parezca. El fisiólogo, pues, necesariamente recorre la trayectoria que va de lo patente a lo oculto; de lo que ha llegado a ser, a lo que fue en un principio; del efecto evidente a la causa que en principio se desconoce porque se ha ocultado en el devenir mismo de sus efectos. La totalidad de lo que existe procede de x, luego consiste esencialmente en x según las transformaciones que alguna ley interna al ser mismo de x ha impuesto para el desarrollo de cuanto hay. No está excluido que la causa recóndita de todo lo que existe sea algo que actualmente sigue aún existiendo y estando bien a la vista, sólo que oculta su naturaleza auténtica de principio de todo. Anaxímenes de Mileto, y muy recientemente, ya en tiempos de Sócrates y en la propia Atenas, Diógenes de Apolonia, habían sostenido que x era el aire. Lo habían sostenido, o sea, lo habían enseñado. Aristófanes representó a Sócrates creyendo y divulgando, en su propia escuela, las doctrinas de Diógenes sobre el origen común de todas las cosas y los mecanismos peculiares en que todas se han ido produciendo del aire mediante el movimiento que es la ley interna o la vida misma del primer principio de la naturaleza.

Ahora bien, cuando un fisiólogo cree que ha alcanzado sin duda a conocer el principio del que todo procede, la sustancia que en el fondo, secretamente, todo está siendo, cree por ello mismo haber suspendido la validez de los relatos antiguos sobre los dioses y su relación con la naturaleza entera, por ejemplo y ejemplarmente en la manera en que Homero y Hesíodo, los poetas educadores tradicionales de todos los griegos, los narran y elaboran. La educación tradicional se refiere a los dioses, cuando los fisiólogos se refieren al principio incausado, a la sustancia (o a las sustancias) que soporta todas las cosas que existen y todos sus peculiares comportamientos. Nada es tan comprensible como que Anaximandro, Parménides o Heráclito afirmen también que ese ser que ellos ahora conocen, y que todavía permanece secreto para el común de los hombres, reemplaza verdaderamente a Zeus, el padre de los dioses, los hombres y todo lo que vive. Como escribió Heráclito, casi un siglo antes de la muerte de Sócrates, este principio primero y secreto quiere y no quiere que lo llamen Zeus. Se ha dejado llamar así, en la medida en que lo han conocido veladamente hasta ahora los hombres; pero cuando abiertamente se le reconoce tal cual es, deja inmediatamente de querer su antiguo nombre.

Pero una comunidad política en la que vive y tiene crédito un fisiólogo es, por ese mismo hecho, un lugar en el que la educación tradicional se rompe, porque en ella mueren los dioses del Estado. Heráclito se apartó, en un gesto rarísimo en la Antigüedad, de la vida en el seno del Estado; pero los pitagóricos crearon una red de Estados sometidos a sus doctrinas sobre la naturaleza. Y si Anaxágoras y Diógenes publicaron sus teorías en Atenas, entonces, a no ser que tomaran cierta distancia de sus tesis mismas —como hizo Jenófanes—, innovaron revolucionariamente en materia de religión. Fueron, pues, sofistas.

Con lo que descubrimos por sorpresa que la opinión de la gente que dio pábulo a las comedias y a los juicios de impiedad era más consistente de lo que nos había parecido en un principio.

Efectivamente, la vieja calumnia, la vieja mentalidad en la que se fundó la calumnia a Sócrates, fue derecha a lo esencial y pasó por encima de lo secundario. Lo secundario era que los sofistas propiamente dichos, cuyo modelo fue Protágoras, no enseñaban, con mucha frecuencia, nada sobre la naturaleza verdadera de todas las cosas. Más bien eran en la práctica escépticos en materia de fisiología. Y, sin embargo, el contenido de su enseñanza venía a parar en la misma esencial consecuencia: la ruptura impía con la educación tradicional.

Justamente, Protágoras fundamentaba su éxito en haber dejado a un lado la fisiología en su cátedra ambulante. Las razones para esta novedad sobre la novedad que ya representaba la aparición de hombres en la Hélade como Parménides o Pitágoras, era doble. En principio, se trataba de que Pitágoras estaba convencido de que la vida humana es demasiado breve para la averiguación teológica de los fisiólogos. Pero también sucedía que Pitágoras sentía sobre esto lo mismo que sus discípulos potenciales: que los temas de teología fisiológica (o cosmológica) no eran los que de verdad interesan y, por lo mismo, los que deben entrar en consideración cuando de lo que se trata es de la educación práctica, útil, interesante de veras, de un joven. Que existan o no los dioses, o que todo sea en definitiva aire o número, puede que, a la larga, se tenga que reflejar en cambios incluso radicales en la educación; pero de una manera inmediata, ninguna de tales convicciones —si es que son más que ilusorias— conduce al éxito en la vida democrática del Estado. Lo que en ésta importa es aconsejar en las asambleas populares y en los tribunales acerca de lo que debe hacerse, de lo que debe emprender o no emprender la comunidad política tomada globalmente. Esta actividad sólo es satisfactoria cuando el consejo, además de ser bueno para los fines que se persigue, es de hecho adoptado como resolución de toda la comunidad. Este efecto no lo asegura la mera bondad de lo que uno propone, sino que requiere de un medio que la ponga en evidencia incluso ante los ojos de los más reacios o de los más torpes. El buen consejo debe ser ayudado por algo que le es en principio perfectamente ajeno, y que no puede consistir sino en el arreglo hábil de la presentación: en la cosmética de las palabras con las que se ofrezca a una multitud. Este arreglo es aquello en lo que precisamente tiene que ser experto el buen miembro de un órgano democrático de decisión: el hablista. Éste es el saber que profesa Protágoras. Nosotros podemos describirlo como el saber que consiste en ser experto en reforzar la apariencia del buen consejo: conseguir que las palabras desmedradas medren; ayudar a que las palabras que serían débiles salgan vigorosas. Para lo cual debemos volver a los hombres a los que tales palabras se dirigen en criterios vivos de nuestro saber, que siempre se adaptará adecuadamente al auditorio que tengamos. Según él medimos la buena disposición de lo que decimos al aportar nuestro consejo, y el éxito bueno o malo quedará bien evidente: si triunfa nuestro parecer, es que supimos reconocer y adoptar a tiempo la buena medida. A esto limitaremos el ámbito de nuestro interés. Pero ¿qué mayor virtud que saber dirigir bien a la comunidad de la que formamos parte? ¿Es que, seriamente hablando, se extiende a más el ámbito de lo que de veras importa a un hombre cabal? El sofista, por su parte, que tiene que conocer cuanto ahora estoy exponiendo, sí levanta su mirada y sus conocimientos un buen trecho más allá de lo que necesitan hacerlo sus discípulos; pero se da la paradoja de que lo más hermoso no es ser sofista, sino, únicamente, buen discípulo de un buen sofista. Lo que del sofista debemos aprender no es su pericia de tal, sino la técnica del buen éxito de nuestros discursos en las reuniones de un Estado democrático. El sofista vive de vender su técnica, así que vive esclavo de su actividad; pero su rico alumno vive en la libertad de aquel cuyos designios son puestos en práctica por todo un Estado convencido de que son los mejores.

En realidad, como podemos ver con sólo mirar atentamente lo que se propone el sofista que está de acuerdo con Protágoras hasta este punto, lo antitradicional de la sofística, que se manifiesta en la ruptura de los vínculos familiares como escuela formativa de la juventud, no está tanto en la sustitución de Zeus por el Aire y el Torbellino, cuanto en el desinterés escéptico por la fundamentación religiosa de la vida común. En principio, este desinterés puede ser respetuoso con la tradición, sí; pero a condición de abandonarla muerta. A la larga, como se vio tan palmariamente en la Atenas dominada por los Treinta, el desinterés se vuelve explicación que elimina de raíz la posibilidad de la religión del Estado.

Sócrates, después de enumerar las tesis de la vieja acusación en su contra —que él es a la vez un fisiólogo y un sofista—, se distancia extraordinariamente de la comprensión que el vulgo tenía de fisiólogos y sofistas. Aunque reconozca en seguida que Anaxágoras fue impío respecto de la divinidad del sol y de la luna, no dice que él y los demás educadores que innovan en uno de estos dos sentidos fueran ateos, tal como lo entiende Meleto, sino que dice que la gente que oye calificar a alguno de experto en educación, de fisiólogo o sofista, reacciona creyendo que además es un impío. En otras palabras: Sócrates se distancia de que necesariamente la fisiología y la sofística sean impías para con los dioses de Atenas. Sólo está de acuerdo en que ése es el reflejo que la enseñanza de una y otra tienen habitualmente en los discípulos. Queda la reserva de lo que ocurra con los maestros mismos, en la soledad que precede siempre en ellos a la divulgación de sus doctrinas.

En todo caso, se mantiene en pie, ahora más claramente, la sustancia misma de la acusación: Sócrates es uno más de aquellos educadores que innovan y, así, dejan afectados los fundamentos sagrados de la vida de la comunidad. Lo que realmente han hecho Ánito y los suyos es afirmar que Sócrates es el único de tales expertos funestos y falsos que hoy queda en Atenas.
Las siguientes preguntas son, pues: ¿es verdad que existen, más allá de la mera apariencia que les da el hecho de tener presuntos profesores, la fisiología y la sofística? Supuesto queexistan, ¿son necesariamente ateísmo ya en el fuero interno de quienes las poseen? Y todavía es más importante averiguar si son esencialmente saberes que se vuelcan en la formación de la juventud, de modo que quien los practica se vuelve por ello mismo un educador. Finalmente, todavía importa más saber si la educación es lección y no diálogo, o si no será, más bien, siempre diálogo y nunca lección.

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